San Felipe Circeo. A la orilla del mar, una casa entre Roma y Nápoles. Entre los olivos, el sol y la sombra libran un eterno combate presidido por el canto de las cigarras. Pero San Felipe Circeo no fue una casa cualquiera. Una carretera de tres kilómetros conducía a una gruta misteriosa. A menos de 500 metros emerge una inmensa villa blanca. La gruta fue, según la leyenda, el Palacio de Circe, la hechicera. Ana Magnani fue la dueña de la mansión, y a su alrededor se tejía, como cada año, un nuevo rumor: la Magnani vuelve al cine; la más misteriosa de las actrices. En su homenaje Fellini incluyó un último plano, en Roma, de la diva a las puertas de su casa: «Ella es Roma», dejó sentenciado el maestro.

Esta mujer pequeña, negra como un sarmiento calcinado, y cuya mirada fue devorada por la sombra de las ojeras, vivía en el silencio y sola. Siempre se ha hablado del ´misterio Magnani´. Pensamos a menudo en ello retomando su filmografía, parándonos en La loba, en sus ojos gris azulado, de mirada fulgurante y trágica por la que pasa un destello de malicia. Por un instante la ´loba´ de ojos claros parece una muchacha feliz.

La Magnani fue, sobre todo, una leyenda. El misterio la envolvió. A ráfagas, como la soledad y la desgracia. No se supo mucho de ella, apenas nada. Si Roma murmuraba era porque la Magnani no hablaba. Una estrella como las otras hubiera tenido un encargado de prensa. Pero ella no fue como las demás. Prefirió el secreto. El de su nacimiento, por ejemplo. Hay dos versiones: un 7 de marzo de 1908, en Alejandría, y 1905, en Roma. Ello lo dijo con vehemencia: «Nací en Roma. Soy romana». De su juventud no quiso hablar. Su leyenda dice que fue miserable, que formó parte de pequeñas compañías que iban de pueblo en pueblo.

En 1932 encontró a un director cinematográfico Gioffredi Alessandrini. Con él hace sus primeras películas. Se separaron pronto. Los flechazos de Ana nunca cuajaron en amores felices y duraderos. Su leyenda dice también que fue cantante en salas de fiestas. Ella comentó; «No lo he hecho, si lo hubiese hecho no habría de qué avergonzarse». Fue su segundo marido, Roberto Rossellini, el que reveló al mundo su trágico rostro en Roma, ciudad abierta. Entonces nació ´la Magnani´. Nunca cambió. Es privilegio de las figuras de leyenda escapar a las modas y a las heridas del tiempo. Es una lucha a menudo patética. La leyenda termina por imponer su ley.

Roma, su vieja cómplice y su eterna enemiga.