El informe PISA 2009 nos ha dado a los españoles una pisa bárbara, es decir, una buena zurra, un castigo en condiciones. Como saben ustedes, se trata del resultado de unos exámenes que se realizan a alumnos quinceañeros de todo el mundo para medir sus competencias en matemáticas, ciencias y comprensión lectora, que es en la que me voy a centrar. El anterior PISA, el de 2006, representó un ridículo espantoso, pues reveló que nuestros adolescentes estaban 31 puntos por debajo de la media europea en lo que se refiere a comprender lo que leen, en saber lo que quiere decir un texto, en entender su significado. La cosa ha mejorado esta vez... porque solo (¡solo!) estamos doce puntos detrás del líder europeo en la materia, Finlandia, aunque nos separa un abismo, más de cincuenta puntos, de Sanghai o Corea, donde parece que se toman las cosas en serio.

Ya no somos el hazmerreír, somos simplemente mediocres, grises, ni fu ni fa, excelencia ninguna; con 33 países de Europa por encima, estamos en el pelotón de aquellos de los que nada se espera, carne de cañón, futura mano de obra barata por su déficit en lo más elemental: ser competentes a la hora de desentrañar lo que leemos más allá de saber que la «m» con la «a» es «ma». Hemos conseguido que los tradicionales compañeros del último vagón, Portugal y Grecia, nos aventajen, aunque, claro, amigos míos, somos unos fenómenos si nos comparamos con potencias del copón, con países tan punteros y superpotenciosos como Azerbaiyán o Kirguistán.

Proque este tipo de comparaciones que nos benefician es lo que sostienen por ahí algunos en cuyos sueldos va hacer virguerías explicativas para convencernos de que somos, en el fondo, el gallo de la quintana. Estamos muriéndonos en comprensión lectora, pero van a palmar primero los albaneses, los turcos o los kirguís, de modo que no es para tanto. Lo de siempre, el español afán de nivelar por abajo. ¿Cuál es la solución? Escribía aquí Pedro de Silva que fallan el palo (ni tiene autoridad el docente ni la tienen los padres) y la zanahoria (no sabemos si hay vida adulta mejor si se estudia), por lo que concluye que puede que falle el sistema sin más, no el sistema educativo. El sistema, en efecto, no apoya con los medios a su alcance la labor en pro de la comprensión lectora que se trata de trabajar en el aula. Muy al contrario, la torpedea mediante una poderosa televisión donde el uso del castellano correcto ha desaparecido; mediante el idiolecto demencial que la mayoría de los políticos emplea; mediante la emisión de boletines oficiales, circulares y prontuarios que no hay dios que los entienda; mediante ese internet en el que la barbaridad idiomática es norma aunque provenga de entidades bancarias o fundaciones culturales de relumbrón, cuyos comunicados parecen escritos por un azerbaiyano poco espabilado que esté iniciando su aprendizaje del español con un curso a distancia.

El sistema no lee o lee mal. El sistema no quiere que lo comprendamos, por eso emite el guirigay que emite. Quiere que lo obedezcamos, y la obediencia no requiere lectura comprensiva, sino acatación analfabeta. De los profesores hablaré otro día.