España es un país donde las faltas de ortografía abundan por doquier. Siempre recordaré una frase de un profesor de lengua y literatura que nos espetó el primer día de clase: «Mi objetivo es que aprendan a leer y escribir». Ante la banalidad de aquellas palabras muchos dibujaron más de una sonrisa burlona pues, a los ojos de esa prepotencia adolescente, el acto de leer se vislumbraba en sus mentes como uno de los conocimientos más básicos con el que cualquier párvulo se enfrenta. Una solemne estupidez.

Sin embargo con ese profesor descubrí una pasión oculta, la literatura, y empecé a cuidar mi expresión escrita, lo que requería un dominio de la puntuación y ortografía. Paulatinamente fui descubriendo y prestando atención a detalles que, hasta el momento, habían pasado

desapercibidos. Comencé a darme cuenta de la cantidad de faltas que pueblan nuestros espacios públicos, especialmente de la ausencia casi total de tildes. Para un porcentaje mayoritario de la población la ausencia de éstas es considerada una falta ´menor´ mientras que la omisión de una hache o la confusión de una be por una uve es un error garrafal cuando en realidad no existe ningún tipo de jerarquía en cuanto a faltas.

Como solía decir este gran profesor, «las faltas de ortografía, faltas son». Por eso rotular en una señal de carretera «Mazarron» en lugar de Mazarrón, «Fuente Alamo» en lugar de Fuente Álamo, «Aguilas» en lugar de Águilas, «poligono» en lugar de polígono o «estacion» en lugar de estación —todos ellos ejemplos reales— es una falta como lo sería rotular «Cartajena» con jota, «Balencia» con be o «Varcelona» con uve.

Diariamente asistimos a un debate en el que se acusa a la juventud de estar destrozando la lengua, sobre todo debido al uso constante de los mensajes de texto. Este hecho ha revolucionado entre ese colectivo la expresión, la ortografía y hasta la gramática del castellano. No sé si todos los académicos de la lengua conocerán —en modo y forma— lo que, a una velocidad de vértigo, está ocurriendo en la nube informativa que son las nuevas tecnologías de las telecomunicaciones. Lo que sí parece estar patente es que la Real Academia Española de la Lengua (RAE) desprende también ese tufillo de política —muchas veces esperpéntica y absurda— que nos envuelve desde que la constitución de 1978 elevara a los altares del Estado el nacionalismo —conceptualmente contrario a los intereses del conjunto de los españoles— para implantar la democracia que hemos disfrutado y que hoy padecemos, como he reflejado en varios artículos. Siguiendo sus recomendaciones, los topónimos en lengua vernácula de lugares en los que se habla dicha lengua tienen preferencia respecto de los topónimos castellanos en textos oficiales, ya que así lo aprobaron las Cortes modificando el topónimo oficial. Es como si mañana se eliminaran, por ley, las haches. Por esta razón hace ya muchos años que La Coruña, Gerona, Lérida, Castellón de la Plana, Vinaroz o Alcoy son palabras del pasado y en su lugar se usa de forma mayoritaria —sobre todo en carreteras, estaciones, aeropuertos y publicaciones oficiales de la Administración— A Coruña, Girona, Lleida, Castelló, Vinaròs y Alcoi. Sin embargo, cuando uno se va de vacaciones a Londres, Edimburgo, Milán o Turín no dice que ha estado en London, Edinburgh, Milano o Torino, y si lo hiciera quedaría como un hortera repelente. Esto demuestra lo absurdos que los españoles hemos llegado a ser legislando para mutilar nuestra lengua.

Somos el país que ha dado al mundo un idioma universal que, curiosamente, perseguimos administrativamente en muchas regiones siguiendo el precedente sentado por Jordi Pujol y su ley de normalización lingüística. Buenos ejemplos quedan ilustrados en comunidades como la Comunidad Valenciana o Galicia, donde se copió —literalmente— la ley de Cataluña bajo el mandato de Fraga —previa traducción al gallego, por supuesto—. Seguir incidiendo en la bajeza moral y los complejos de la derecha y la izquierda con la lengua común o la falta de firmeza y autodefensa de la academia ante estas agresiones es un debate estéril desde el mismo día en que fue introducido en el seno de la sociedad civil. Divide et impera —divide y vencerás—.

Polémicas políticas suicidas aparte, hace unos días que me retuerzo intentando aplicar la nueva ortografía del español. ¿Por qué? No es una cuestión de tozudez, comodidad o de rechazo al cambio sino porque no veo los beneficios que estas modificaciones introducen. Teóricamente la academia, en conjunto con el resto de academias del español, tiende a realizar cambios que hagan el idioma más lógico, pero nunca que induzcan ambigüedad o anfibología. Sólo (adverbio) y solo (adjetivo) pertenecen a dos clases de palabras diferentes y la tilde es la que, gráficamente, establece la diferencia. Es cierto que sólo en realidad es una forma apocopada de solamente y puede ser sustituida por ella. Esto se ha quedado en recomendación y, por lo tanto, no se considera una falta. No ocurre lo mismo con guión, truhán, riáis, liáis, huí o fié que pierden la tilde y, en cambio, la mantienen hagáis, cerréis, huyáis, escribáis puesto que siguen siendo considerados diptongos de vocal abierta y por tanto esta última se tilda. Además, se convierte en norma la recomendación de 1.959 de eliminar las tildes de los pronombres demostrativos, que yo jamás he aplicado. Desaparecen definitivamente la ´che´ y la ´elle´ para ser considerados dígrafos —esto hace años que ya figuraba en los libros de texto y diccionarios— y la ´i griega´ casi muta su denominación por la de ´ye´ —ampliamente usada en Latinoamérica —para dejar su carácter de semiconsonante escondido. En el uso de las mayúsculas se recomienda eliminarlas de palabras como ´Rey´, ´Ministro´ —el término ministra no debería emplearse— ´Don´ y ´Doña´ cuando no están situadas al comienzo de una frase.

Queda claro que en cierto modo se pondera el peso y presión del español americano —el filipino es un fenómeno ya casi extinguido— frente al peninsular en un intento de crear una lengua panhispánica. Llama mucho la atención que se mantengan anomalías como México —que se pronuncia como una jota pero se escribe con equis— y se tolere esa política de topónimos oficiales claramente contaminada por el nacionalismo, «plaga incurable de España», según el académico y premio Nobel Mario Vargas Llosa, aunque en textos en castellano se recomiende el topónimo español. Parafraseando a Víctor García de la Concha, director saliente de la real academia —Director de la Real Academia, con la antigua ortografía—, «escribir como se habla, hablar como se escribe».

Pues nada, en Murcia empezaremos a leer en todo tipo de documentos frases como «cada perrico se lame su pijico» u «olivica comía huesecico tirao». Por supuesto la palabra pijo estará omnipresente en todos y cada uno de los folios y construcciones gramaticales enfáticas aquí escritos y desaparecerán las incómodas tildes que tan sólo una minoría usaba correctamente.

Que este periódico disculpe mis faltas venideras aplicando la flamante ortografía porque la objeción ante la misma se ha apoderado de mí, al menos por ahora.