En un ensayo reciente, Rafael Núñez Florencio analiza el pesimismo, rasgo que según el autor nos define como una de las señas de identidad más arraigadas y constantes de nuestro carácter nacional. El pesimismo sería en España una patología social endémica que constituiría la auténtica ideología española. El pesimismo tiene epifenómenos como el espíritu hipercrítico, el nihilismo, la saña asentada en el sustrato social. En su estudio, Núñez Florencio recoge testimonios de varios autores que corroboran la presencia de esa patología española al menos desde 1898, el año de la pérdida de las colonias de Cuba y Filipinas.

Esta imagen de un país de vuelta de todo sin haber en realidad apenas llegado, rumiante de sus propias desdichas y carente de fe en sí mismo tiene un indudable espesor literario. Es el romanticismo desesperanzado de Quevedo —en su versión sarcástica— o de Espronceda —en su versión tremendista—. El mismo Goya, por salirnos de la literatura, nos ha ofrecido muestras geniales de ese pesimismo patrio en sus Caprichos.

No obstante, no debemos dejarnos arrastrar por la fuerza de las creaciones artísticas ni por el poder de las opiniones mayoritarias. El supuesto pesimismo hispano no casa con la realidad que se puede palpar a pie de calle. No es cierto que España sea un país envejecido que se refugia en un ejercicio de autocompasión pesimista. Después de la Inmaculada Constitución, la Gloriosa Transición, la Sagrada Alternancia, del advenimiento de la Presunta Consolidación de la Democracia, e incluso de la entrada en vigor de la Aburrida Normalidad, seguimos siendo un país adolescente obsesionado por sus señas de identidad.

Seguramente cualquiera de ustedes habrá reparado en esos adolescentes que buscan denodada y hasta obsesivamente su propia identidad. Hablo de esos jóvenes todavía inseguros de sí mismos y decepcionados con la imagen poco definida y perfectamente intercambiable con la de otros que les devuelve el espejo, que tratan de definirse como alguien único e irrepetible con el auxilio de signos externos de todo tipo, muchos de ellos extravagantes como piercings, tatuajes, crestas en el pelo, botarras militares, cadenas, imperdibles. Eso sin mencionar de jergas de tribu, muletillas y tópicos idiosincrásicos. Porque a ese afán de distinguirse le acompaña paradójicamente el deseo de ser como los demás.

Yo diría que es lo que nos encontramos, mutatis mutandis, en la sociedad española actual. No hay motivos para el pesimismo, al contrario, somos un país adolescente y, por consiguiente, con todo el empuje de la juventud y todo el porvenir abriéndose delante de nosotros. Desde esa perspectiva nueva, hemos de ser tolerantes con nosotros mismos, por más que los rasgos de la adolescencia y sus extravagancias resulten a veces un tanto cargantes, porque el ´pavo´ se acaba pasando.

¿Que no habían reparado en la frenética búsqueda de identidad en la sociedad española? Será porque no se han fijado, porque las extravagancias identitarias están a la orden del día, se lo aseguro. Joan Puigcercós ha declarado recientemente que, mientras en Cataluña hay rigor fiscal, con un inspector a la puerta de cada establecimiento, en Madrid las políticas fiscales son una fiesta y en Andalucía no paga ni Dios.

Es una extravagancia, cierto, pero no me dirán que no es conmovedor el intento típicamente adolescente de buscar el hecho diferencial que

subraye la todavía incierta identidad catalana. Pues esto es sólo un ejemplo; el más reciente. Pero podemos encontrarlos a miles. Veamos otro.

Los Gobiernos a pachas que se han ensayado en Galicia y la misma Cataluña han resultado paradigma de ese proceder adolescente. Lejos de la vetusta y madura forma de comportarse de las huestes de David Cameron y Nick Clegg, que comparten de forma relativamente armónica el Gobierno británico limando las inevitables diferencias entre ellos; o la de la gran coalición alemana entre CDU y SPD vigente hasta hace poco más de un año, o la actual entre democristianos y liberales. Nada de eso hacemos por aquí. En la Galicia del bipartito, la formación que pillaba una consellería trataba desesperadamente de magnificar las diferencias con ´los otros´ aunque en realidad sean ´los suyos´ en el Gobierno. Se empeñaban todos en mostrar lo diferente que era su forma de entender la gobernación, y formaban una emulsión inmiscible en la Xunta. Los miembros del tripartito en Cataluña han hecho algo similar, con tal adolescente despreocupación por las consecuencias de sus actos que es muy probable que cedan el poder a la oposición, como hicieron los del bipartito gallego, sin cejar en su intento por mostrar extravagantemente sus diferencias en plena campaña electoral.

Y ¿qué decir del caso más sonado de identidades llevadas al extremo, las de los dos grandes partidos, PP y PSOE, empeñados en reafirmar sus diferencias en plena crisis? No cabe duda, tenemos futuro. La clave de nuestra esperanza es un país adolescente en el que todos estamos decididos a mostrar la raíz de nuestra identidad a base de extravagancias.

Hasta el fin.