Cuando, estimado lector y estimada lectora, repase estas líneas, se habrán cumplido ya los 35 años del vergonzoso Acuerdo de Madrid, de 14 de noviembre de 1975, con el que, con el dictador Franco agonizante, la diplomacia (por llamarla de algún modo) española se ´cubrió de gloria´ al hacer entrega a Marruecos y Mauritania de la antigua provincia española del Sahara Occidental. Días antes, el 6 de ese mismo mes, el monarca alauita Hassan II había tensado la cuerda al organizar la llamada ´Marcha Verde´, en la que, simultánea a la intervención militar marroquí en el territorio, 350.000 ´civiles´ marroquíes ocuparon el mismo, ante la pasividad forzada del Ejército español destacado en la zona. Los sucesos, cuando asistíamos a los últimos estertores del régimen franquista, se precipitaban. No hay que olvidar que, unos días antes, el 1 de noviembre, el rey Juan Carlos, entonces príncipe heredero, en calidad de jefe del Estado en funciones por la enfermedad de Franco, giró una visita a El Aaiún, comprometiéndose a defender los legítimos derechos del pueblo saharaui. Y que, un año después, al cumplirse el primer aniversario de la Marcha Verde, el 13 de noviembre de 1976, Felipe González, líder indiscutible del nuevo PSOE nacido del congreso de Suresnes, había visitado así mismo la zona para defender los legítimos derechos del pueblo saharaui «hasta la victoria total».

He recordado estos mínimos datos históricos para evidenciar el lacerante silencio que tanto el actual jefe del Estado español como el del Gobierno del PSOE vienen manteniendo sobre los graves sucesos que se suceden estos días en la antigua provincia española del Sahara. Hay que recordar que para la ONU (cuya Resolución 690/1991 estipula una Plan de Paz para la zona, detalla el calendario del plan de apoyo y crea la MINURSO, la Misión de Naciones Unidas para el Referéndum en el Sáhara Occidental —referéndum que, previsto para enero de 1992, nunca ha llegado a celebrarse—), España sigue siendo considerada potencia administradora del territorio, por lo que su inhibición ante las graves violaciones de los derechos humanos que se están dando en El Aaiún y sus proximidades es no sólo políticamente reprochable sino indignante. Indignante en la medida en que tanto España como Francia —potencia que, es sabido, diseña sin disimulo desde el Elíseo la política exterior del sátrapa Mohamed VI— no están moviendo ni un solo dedo para exigir el respeto a los derechos humanos en el Sahara. El mismo Zapatero que, con ocasión de la pasada Cumbre de la ONU para la revisión de los siempre incumplidos Objetivos de Desarrollo del Milenio, se entrevistó en Nueva York con el rey de Marruecos, no abordó la problemática del Sahara con el monarca alauita, limitándose a afirmar que éste ya conocía la postura española.

Los acontecimientos que se están produciendo estos días en la antigua provincia española del Sahara Occidental son particularmente graves (muertes, saqueos, incendios, secuestros y desapariciones, prohibición de acceso a la zona de la prensa internacional…), pero, excepto a algunas personas de buena fe sensibilizadas por tanto horror, a nadie parecen importarle.

Particularmente patética es la postura de la nueva ministra de Exteriores del Gobierno español, Trinidad Jiménez, quien, desbordada por la situación y mostrando una vergonzosa sumisión a los dictados de París y Washington, postula como solución de urgencia una intervención de la ONU. Intervención que, seguramente, es necesaria. Pero también la asunción por nuestro país de sus responsabilidades, ante un pueblo, el saharaui, con el que tenemos algo más que vínculos históricos.

En la pasada concentración de apoyo al Sahara, celebrada en la plaza del Cardenal Belluga de Murcia, me preocupó particularmente oír, de boca de ciudadanos saharauis residentes en la Región, la palabra ´guerra´. La indignación y desesperación de un pueblo largamente olvidado y vilipendiado parecen ofrecer esta única salida a la situación, si no se pone en marcha una solución pacífica y negociada al conflicto, siempre bajo los auspicios de las resoluciones de la ONU. De no ser así, habrá que justificar que los vientos de guerra vuelvan a barrer las cálidas arenas del Sahara.

Mientras tanto, algunas personas (no tantas como sería de desear) seguimos defendiendo la libertad para el Sahara.