Estaba tomándome mi gin tonic de media tarde, sin meterme con nadie, cuando el individuo de la mesa de al lado se dirigió a mí:

—Perdone —dijo— ¿sabría usted decirme cuántos metros cuadrados tiene la provincia de Castellón?

Permanecí perplejo unos segundos. No estoy acostumbrado a que me pregunten por los metros cuadrados. Me preguntan la hora, como mucho, y no la doy para no intimar porque detesto a la humanidad y prefiero no tener tratos con ella.

—Ni siquiera sabía que Castellón era una provincia —dije para cortar la conversación en seco.

—¿Y el Vaticano? ¿Sabe cuántos metros cuadrados tiene el Vaticano?

—Ni siquiera sé qué es el Vaticano —respondí con aspereza, llevándome el vaso a la boca.

—¿Y Mónaco? —insistió.

—¡Tampoco sé lo que significa Mónaco! —rugí.

El hombre desistió y regresó a sus pensamientos. Al poco, empezó a nacer dentro de mí un sentimiento de culpa. Que deteste a la humanidad no quiere decir que me sea ajena, lo que quiere decir es que me detesto a mí mismo en cuanto que formo parte de ella. Pedí otro gin tonic, para ahogar la culpa, pero en lugar de eso salió a flote. Saqué, pues, mi iPhone del bolsillo, entré en Internet y busqué los metros cuadrados del principado.

—Mónaco tiene 1,95 kilómetros cuadrados —dije.

El hombre me lo agradeció de un modo exagerado. Detesto también las muestras de gratitud excesivas, de modo que me arrepentí enseguida de mi buena acción. Como se empeñara en pagar mis consumiciones, tuve que explicarle que el gin tonic, como el psicoanálisis, no me hacía nada si no me lo pagaba yo. Aún así, no hubo manera, de forma que pedí un tercero. Mientras daba cuenta de él, el hombre hacía sumas y restas en los márgenes de un periódico deportivo. Cuando le pregunté a qué rayos se dedicaba, dijo que a calcular el número de cuartos de baños que cabían en Mónaco. Como es lógico, pedí un cuarto gin tonic y salí del bar alicatado hasta las cejas.