Según se desprende de la mayoría de los estudios realizados, los adolescentes y jóvenes de hoy en día son egoístas, machistas, no tienen normas de conducta y no valoran prácticamente nada más allá de su propio ombligo —o del piercing que llevan en él—. En líneas generales, estoy de acuerdo con la mayoría de estas conclusiones, sin embargo, estos estudios sólo muestran un tipo de conductas o actitudes, pero no señalan a qué se deben. A este respecto, me gustaría mostrarles un par de situaciones curiosas —entre otras muchas— que he presenciado estos últimos meses.

Una noche, mientras estaba cenando en un restaurante, vi aparecer a una familia compuesta por unos padres, un hijo y una abuela. Nada más sentarse, el chaval —de unos catorce años—, sacó su PSP del bolsillo y se puso a jugar con el artefacto mientras los demás miembros de la familia se disponían a mirar la carta. Cuando llegó la camarera para tomar nota —no podía ser antes—, la madre le preguntó al chaval qué deseaba, y le resumió algunos platos que podrían gustarle, como si el chaval fuese tonto o no supiese leer. Éste decidió un plato con pollo y siguió jugando. Sólo cuando al fin les sirvieron los platos, el chico guardó la maquinita. Luego, durante todo el tiempo que duró la cena, los componentes de la familia apenas compartieron un par de palabras, excepto el padre, que ni siquiera abrió la boca para otra cosa que no fuera engullir. Posiblemente, dentro de unos años, estos padres se asombrarán de que su hijo no comparta sus vivencias con ellos, de que no tenga normas de conducta o de que no respete a los demás.

Hace unos días tuve que acudir a un centro médico por un problema en el tobillo. En la sala de espera nos encontrábamos una decena de personas, entre las que destacaban una madre, su hijo de unos cuatro años y el abuelo materno. El niño no paraba de moverse de un lado a otro de la sala, como una pulga rabiosa. En un momento, la madre se puso a jugar con una pelotita saltarina y le decía al niño cómo tenía que botarla. Cuando el niño la botó —con esa precisión propia de los niños—, la graciosa pelotita comenzó a saltar y saltar por toda la sala de espera hasta que le golpeó a un hombre que, gracias a ello, pudo cogerla. Después de aquello, el niño se agarró la chistorra y dijo que tenía pis. Entonces, el abuelo lo cogió de la mano mientras el niño le preguntaba que dónde estaban los baños, pero el abuelo le respondió que lo llevaba fuera a mear porque no iba a ir dando vueltas por todo el centro médico. Así que —ni corto ni perezoso— se lo llevó a un muro cercano y el crío hizo allí sus necesidades. Luego, cuando un chaval llegue mamado de una noche de juerga y les riegue el portal a estas personas con una buena meada, seguro que protestarán por esta conducta. Sin embargo, deberían comprender que estos jóvenes mean en los portales porque no se van a poner a dar vueltas por la ciudad buscando un baño. En fin.

Tal vez muchos padres no posean las suficientes conexiones neuronales para darse cuenta de que nuestras propias conductas son las que maman nuestros hijos. Si nosotros mismos no le damos valor a comer juntos, al diálogo dentro de la familia, si no valoramos las normas mínimas de comportamiento, si no respetamos a los demás con nuestras actitudes, luego no podemos reclamar a nuestros hijos que nos respeten, que dialoguen con nosotros o que valoren lo que les damos. Y es que, si leemos entre líneas, nos daremos cuenta de que los resultados que arrojan los estudios no dicen que los jóvenes son así porque sí, sino que los adultos los hemos hecho de ese modo.