Decía Faulkner, contradiciendo su fama de belicoso y pendenciero, que nunca se gana una batalla. Que ni siquiera se libran, porque lo único que revela el campo de batalla al hombre es su propia estupidez y su propia desesperación. Con esa cita en mente se plantó el que suscribe en los Balcanes, a finales de la pasada década, a buscarse la vida unos años, y si bien no volvió con riquezas sí que ganó el derecho de redefinir a su manera el término balcanización, ése que de vez en cuando agita por esta otra península la extrema derecha patria con la aparente intención de que nos hagamos chetniks y nos pongamos a centralizar (y de paso cristianizar) Cataluña y las Vascongadas. No me enrollo: la balcanización es el proceso que convierte a un amigo, vecino, compañero o conocido en un enemigo. Donde antes estaba el señor quiosquero ahora hay un cerdo musulmán (o católico, o esloveno, o republicano, da igual). Un enemigo. Antes te guardaba el suplemento y ahora hay que quemarle el chiringuito para que se vaya a su país. Que ya no es el tuyo, por supuesto. Donde veías un camarero moreno o la señora que cuida a tu abuela ahora hay holgazanes que saturan la sanidad, cobran todo tipo de prestaciones de las que nunca has oído hablar y tienen preferencia sobre ti a la hora de meter al niño en la guardería.

Tener enemigos, obviamente, no sale gratis. Aunque ellos ni siquiera sepan que lo son, a ti ya te han ganado una batalla, y ya estás huyendo en dirección contraria. Eres menos libre, menos tú, y eres más cobarde, más caricatura. Las cosas que te diferencian de tu enemigo, que antes no tenían importancia, ahora son tus señas de identidad. Ni siquiera las personas más inteligentes son inmunes a priori: la imagen de mi amigo Dragan Be?irovi?, brillante traductor y filólogo, sustituyendo los libros de Austral por las ubicuas publicaciones islámicas de Bosnia (y los cafés por las mezquitas) siempre va a ilustrar esto en mi recuerdo, por desgracia.

Como saben perfectamente en la caverna, la balcanización puede ocurrir en cualquier parte, de Alaska a Sumatra, si se suman los ingredientes necesarios: nacionalismo, religión y xenofobia. El camino hacia una pureza quimérica (un nosotros que nunca ha existido de verdad) deja víctimas por todas partes. Pero existe otro tipo de balcanización, a la que podemos llamar social, que con los mismos ingredientes y las mismas dinámicas de generación artificial de enemigos está dejando un reguero de víctimas aquí y ahora. De qué si no huyen los murcianos que desertan con sus hijos de la educación pública porque aquí hay mucho inmigrante y el nivel es muy bajo. Por qué se mudan a muchos kilómetros de sus barrios tradicionales, atándose con cadena de hierro al coche y a una vivienda sin transporte público ni servicios. Ya han sido alcanzados por una bala del enemigo, aun sin que éste haya movido un dedo. Desde esta óptica, aquello del no caben todos suena más ridículo todavía ¿no?

Este proceso de balcanización social genera una dialéctica revanchista apenas disimulada, bástenos recordar los muchos modelos de contrato de integración que el señor Rajoy querría obligar a firmar a la población inmigrante (¿a los charnegos también, señor Rajoy?), o el goteo de municipios tratando de impedir el empadronamiento a los mismos. Y no nos engañemos: ése es el sentido de las propuestas de prohibición del velo islámico en las instituciones, cosa que es ridículo plantear si no va acompañada de avances en la laicidad del Estado y de refuerzo del vínculo social, mejoras que con el actual Ejecutivo ni están ni se las espera. Que no se me malinterprete: defiendo una laicidad total y los abusos contra las mujeres que se cometen sistemáticamente en las teocracias islámicas me parecen crímenes contra la humanidad. Nada me haría más feliz que ver a estas mujeres renunciar al velo y zambullirse en una sociedad libre y aconfesional, pero no hay forma de llegar a esto que no pase por blindar un vínculo social que en el caso de la comunidad islámica es menos que tenue. Porque sinceramente, amigos, trabajar bajo los plásticos de El Ejido no te proporciona la formación en Historia de España que los señores del Partido Popular pretenden exigir mediante examen. O tal vez sí te enseñe algo de Historia de España al fin y al cabo, pero sin reyes godos ni Cristóbal Colón, ni épica ni boato.

Y, por último, la abyecta canallada del señor Sarkozy contra los gitanos de Francia no puede entenderse fuera de estos términos. Esgrime este hombre los argumentos de la seguridad ciudadana y del control de fronteras para nada menos que promover la deportación de una minoría étnica. Como en la antigua Yugoslavia, los matarifes se presentan a sí mismos como las víctimas (de sus propios fantasmas), y hablan indefectiblemente de autodefensa. Su propia estupidez y su propia desesperación, decía Faulkner. Como en Sarajevo, como en Srebrenica, las víctimas son siempre los más débiles, los más indefensos. Enemigos de nadie, salvo en las retorcidas alucinaciones de la miseria humana.