Son el nacimiento y la evolución de las ideas los que verdaderamente definen el curso de la historia, incluso más que los intereses creados. La gran conquista intelectual de la ortodoxia económica neoliberal ha sumido al progresismo europeo en una confusión ideológica de la que aparentemente es incapaz de salir.

Bajo un discutible aval científico, el neoliberalismo económico de finales del siglo pasado ha hecho pasar una determinada ideología como un aséptico conjunto de técnicas que hay que seguir al dedillo para asegurar la eficiencia de la economía, dando por hecho que apartarse de esta verdad revelada pone en peligro el crecimiento y la prosperidad. El objetivo era alejarse del debate político. Éste, por definición, consiste en la gobernación justa del conflicto de intereses que es la sociedad libre. Colocándose por encima de la política, la doctrina neoliberal vende una imparcialidad técnica y una falsa neutralidad social. Así, el neoliberalismo económico se ha convertido en el dogma a seguir por todos y cada uno de los llamados Gobiernos serios y responsables, válido tanto para las derechas como para las izquierdas.

El problema es que la acción política se encuentra constreñida dentro de unos límites de actuación, y éstos son demasiado estrechos para responder satisfactoriamente a los desafíos de la crisis actual. Este encierro ha sido voluntario, y obedece a posiciones dogmáticas de contención pública que iluminan el único camino verdadero a la prosperidad, aun a costa del sacrificio de los ideales de justicia social e igualdad de oportunidades.

Keynes escribía en 1936: "Durante al menos cien años más, debemos fingir con nosotros mismos que lo justo es sucio y lo asqueroso es justo, porque lo vil es útil y lo justo no lo es. La avaricia, la usura y la precaución deben ser nuestros dioses por un poco más de tiempo todavía".

El resultado es que la política se ha empequeñecido, ha dejado de creer en la posibilidad de un progreso social mucho mayor al presente. Ha retrocedido, y el miedo se ha impuesto claramente a la esperanza. Se asume que más vale conservar el imperfecto estado actual que soñar imposibles.

Es cierto que la mayor parte del tiempo el sistema capitalista de libre mercado hace un trabajo satisfactorio en la creación de riqueza y empleo; pero también lo es que, precisamente en los momentos de mayor exuberancia, es cuando se incuba la siguiente crisis. La inestabilidad es su característica principal. En ocasiones, como en la actualidad, por una serie de motivos principalmente financieros el crecimiento es incapaz de volver a reactivarse, y aún menos bajo el laissez faire que implícitamente defiende el neoliberalismo. Esa fue la lección en economía práctica que dejó la Gran Depresión de 1929, y que ahora parecemos empeñados en olvidar.

El presidente Zapatero no entendió la gravedad de la crisis hace tres años; tampoco lo hace ahora cuando tan abruptamente ha retirado las medidas de incentivación económica. No existe ninguna duda sobre los efectos desastrosos en el crecimiento y el empleo en los próximos meses. De hecho, esta cuestión ni siquiera ha formado parte del debate por considerarse sencillamente evidente.

Y, aun reconociendo que el equilibrio fiscal y monetario es positivo a largo plazo, es igualmente obvio que en determinadas circunstancias no sólo es necesario, sino imprescindible, para evitar que se produzca una depresión económica con dramáticas consecuencias sociales. Por tanto, la única motivación para retirar el estímulo no es otra que la pura necesidad. La necesidad de restringir la deuda pública por miedo a que llegue a no ser posible refinanciarla en los mercados de deuda internacionales. Es decir: una decisión de los mercados y no de la política.

Creo que a Zapatero los árboles no le han dejado ver el bosque. El límite de la política fiscal es infinitamente más grande que el marcado por la voluntad de los inversores privados. El Banco Central puede comprar la deuda pública dándole al botón de imprimir (quantitative easing es el término técnico), eliminando así en la práctica la separación entre política monetaria y fiscal, como ya hicieron hace tiempo Estados Unidos y Reino Unido. España debería haber defendido esta postura frente al BCE.

Una monetarización de la deuda es inflacionista por definición, pero aumenta el empleo. Pero lo más importante es no ocultar el verdadero debate, porque se trata de una decisión política y no técnica, como se quiere vender. El coste inflacionista de la creación de empleo no es en absoluto neutral socialmente, ya que es ventajosa para unos: los trabajadores y endeudados, y perjudicial para los intereses de otros: acreedores y poseedores de capital (financieros en general).

El antecedente histórico puede ser útil. El presidente F.D. Roosevelt fue elegido, en el cuarto año consecutivo de depresión económica, tras el crash del 29. El desempleo había llegado al 25% y no se veía la luz al final del túnel. Solamente cuatro días después de su investidura, en un acto de audacia sin precedentes, se prohibió la exportación y acumulación privada de oro, y se obligó a todos los ciudadanos a vender sus reservas al Tesoro público. ¡De facto se prohibía la posesión privada de oro!

Era un intento de aumentar la masa monetaria del país y detener la espiral deflacionista que estaba devastando la economía. En aquel momento el dólar todavía estaba bajo el patrón oro. El ex presidente Hoover, garante del establishment económico y financiero, dijo que se trataba de un acto confiscatorio, fascista y comunista. Se predijo 'el final de la civilización de Occidente'. Roosevelt se mantuvo firme frente a los ataques, y declaró que estaba eliminando "viejos fetiches de los llamados banqueros internacionales" frente al bien común. Y sobre la dogmática rigidez monetaria, afirmó que era solamente "una falacia muy verosímil".

Por supuesto, la incredulidad y el escándalo fueron mayúsculos entre los académicos clásicos. Sin embargo, tuvo el completo apoyo del más influyente economista del siglo XX: John Maynard Keynes, que calificó a Roosevelt como "magníficamente acertado". Sólo a partir de esta brutal ruptura con los dogmas del pasado, Estados Unidos y el mundo empezaron a dejar atrás la Gran Depresión.

Ahora vivimos un momento histórico parecido. Los métodos habituales no van a funcionar, la reactivación no va a suceder por sí sola. En esencia, el problema de la economía es un profundo desequilibrio financiero, y esto sólo se puede arreglar monetariamente. Soy consciente de la multitud de problemas e imperfecciones que trae consigo la monetarización de la deuda en el largo plazo, pero, en una situación como la actual, sería como preocuparse de la lluvia estando en medio de un incendio.

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