Todos los seres humanos nacemos desnudos, iguales, libres y con el cómputo posible de felicidad al alcance de la mano. Pero a esta última casi todos nos empeñamos en perseguirla en dirección contraria.

Así se expresa Cocoví Picornell en uno de sus aforismos escogido al azar de entre los cerca de quinientos que guarda, inéditos, en viejas carpetas. Y los aforismos, ya se sabe, al igual que los refranes, suelen dar casi siempre en el clavo, como se dice en mi pueblo.

Pongamos por caso el de Su Alteza Real Doña Letizia. ¿Recuerdan ustedes a aquella periodista brillante, simpática, inteligente, guapísima, admirada y querida de todos e incluso deseada por muchos?

Véanla, pues, ahora sujeta a un protocolo palaciego mediante el cual, antes de poder hablar para dar su opinión sobre cualquier fruslería, tiene antes poco menos que levantar la mano para pedir la palabra. Y por si faltara algo, rodeada de borbones por los cuatro costados.

Menos mal que tiene una suegra descendiente de Licurgo (el legislador) que vale a lo menos tres. Todavía recuerdo con agrado su primer acto público como reina, estando todavía de cuerpo presente el dictador de cuyo nombre no quiero acordarme.

Fue en el aeropuerto de Barajas en ocasión de haber ido a recibir a la mujer de Ferdinand Marcos, el sátrapa de Filipinas. Nos asombró a todos la desenvoltura con que se pasó revista a las tropas que habían sido apostadas allí para rendirles honores a ambas. No se la vio acomplejada lo más mínimo por la prosopopeya de la visitanta, pese a que se sabía que era poseedora de millones de dólares bien guardados en paraísos fiscales y de más de quinientos pares de zapatos de tacón de agua y modelo único.

Creo que fuimos muchos los españoles que desde aquel mismo instante supimos que teníamos reina para rato. Lo supe incluso yo, republicano desde la planta de los pies a la raíz del pelo.

Desde entonces, Doña Sofía ha tenido siempre un comportamiento intachable. Lo cual posiblemente se deba a que, ya antes de ser reina, había visto una vaca. Y hay un refrán argentino que dice que quien se ha escaldado la lengua con leche demasiado caliente, cuando ve una vaca llora.

Y la escaldadura de nuestra reina fue, sin duda de ninguna clase, un hermano rey que perdió la corona por haber coqueteado con militares golpistas, y la vaca, el ruido de sables que empezó a escucharse en España a partir del momento en que nuestro Rey Juan Carlos, que Dios guarde, hubo pronunciado su discurso de investidura.