A cada momento la industria biotecnológica inventa una nueva estirpe de individuos mutantes. Comenzada así, esta columna parecería caminar por los senderos de la literatura de ciencia ficción o por los más cinematográficos espacios de las películas de miedo. Sin embargo, es un asunto de pura actualidad, inmediato a los contemporáneos avances científicos y cada vez más presente en la realidad de todos.

Esto es así porque los alimentos transgénicos están a punto de inundar los mercados, cosa que ya han hecho para algún producto específico como es la soja. Las grandes corporaciones agroalimentarias apuestan por los organismos genéticamente modificados y se alían con la ciencia para satisfacer sus intereses. Excelentes investigadores y tecnólogos en plantilla, potencia para formular contratos con las universidades más prestigiosas, capacidad de influencia para orientar las decisiones de los organismos reguladores, son los activos de unas muy pocas empresas globales que confían su enorme solidez al inmediato, y al parecer irreversible, escenario que implique que en los mercados no haya otro producto que no sea el suyo.

Y esto es lo que más nos debe preocupar de los transgénicos. El problema no está tanto -aunque también pueda estarlo- en el riesgo biológico o en las incertidumbres ambientales que puedan aportar estos nuevos seres. Sobre ello hay un debate científicamente muy interesante en el que para tomar posición hay que ser poco menos que un experto. Sin embargo, sí parece que hay un asunto que es socialmente incontestable: la imparable tendencia al monopolio, la ferocidad y el riesgo socioeconómico que los transgénicos incorporar a los escenarios mundiales.

El problema realmente estriba en que estamos viviendo un proceso global -al que sin necesidad de ser exagerado se puede calificar como histórico- en el que se tienden a cambiar los esquemas de la producción y el consumo de los alimentos que han caracterizado la sostenibilidad del proceso desde que el mundo es mundo. El agricultor -que siempre se nos ha enseñado que está en la base de la pirámide del consumo- deja de ser un actor fundamental para convertirse en una pieza prescindible. Los medios de producción tradicionales, a base de tierra, insumos y agua, pierden completamente su importancia -y por ello su valor- en tanto el valor añadido tiende a ser aportado únicamente por la semilla modificada genéticamente. Las decisiones sobre qué comeremos y quién lo producirá empiezan a alejarse de las reglas del puro mercado acercándose al mismísimo concepto del monopolio, ya que las empresas que patentan los exitosos cultivos serán a la larga las que controlen, dominen y moldeen a su antojo un mercado global del que depende ni más ni menos que la alimentación de la gente. Los procesos -con todos sus enormes beneficios económicos y su gran repercusión sociopolítica- que conducen a que en nuestra mesa haya comida comienzan a estar controlados por instancias de decisión realmente ajenas a la agricultura. El agricultor no decide; el agricultor, en una hipotética pero posible agricultura del futuro, realmente no existe.

Al igual que en la energía, en este otro gran asunto estratégico mundial de la producción de alimentos, hay que oponerse a toda forma de concentración del poder y aplicar al máximo el principio de precaución sobre las inseguridades que hacia la propia especie humana, su organización y su desarrollo justo y equilibrado, puedan generar las tendencias que, por atractivas y tecnológicas, pueden parecer ventajosas.