Sé que esto suena a presunción gilipollas, pero me voy a arriesgar. Ayer estuve releyéndome a Aristóteles. Y, joder, si lo cito no es por hacer sacatripas de nada, sino porque suelen olvidarse cosas que no deberían olvidarse, sobre todo, en democracia. Lo que pasa es que, a lo mejor, o a lo peor, quién sabe, lo que conviene a las propias familias políticas es que no se recuerden en modo alguno, no vaya a ser que se pueda poner en entredicho el sistema con que hemos disfrazado el invento, y el personal se ilustre de lo que no conviene que se ilustre... Pero no hay cuidado, señores próceres, la gente no está precisamente por la labor, mientras se le sepa entretener con otros teatros -también invento griego, por cierto- y otras ocupaciones y preocupaciones. Por ejemplo, pan, circo y, de vez en cuando, alguna película de miedo.

Pero lo cierto es que los griegos, inventores de la democracia ellos, no la concibieron como nosotros la conocemos. Ni mucho menos. Ya digo, Aristóteles mismo, al igual que Confucio por cierto -culturas diferentes y distantes, si bien contemporáneos- aún sin conocerse ambos, coincidieron en el mismo pensamiento. Los gobernantes no deben acceder al poder por dinastías hereditarias ni obtenerlo por la fuerza de las armas, ni siquiera ser escogidos por facciones. Deben ser elegidos directamente por el pueblo entre los más aptos de ese mismo pueblo.

No hace falta pensar mucho para darse cuenta de que el tercer supuesto ha sido secuestrado y, en general, borrado de un plumazo. Al partidismo no le conviene esa condición. Por eso se somete a las urnas unos candidatos ya pre-elegidos y precocinados por ellos mismos de entre ellos mismos. Esos son los señalados como los más aptos. Al pueblo se le ha dado el cambiazo en el momento en que se le enganchó al rol partidista. El que es de una determinada tendencia ha de votar las listas que les presentan y les representan. Si no lo hace, es un desleal, un traidor, un abjuricionista, un proscrito... Anatema sea pues. Al pueblo se le ha mudado de ser persona a ser gente. Se le ha convertido en fans, en hinchas, en seguidores impulsados por un más que dudoso sometimiento a unas siglas a las que se les jura amor eterno.

Pero eso no fue la democracia original. Ni hablar. Se parece en las formas, sí, pero los fundamentos han sido suplantados para justificar el poder de los partidos y el propio interés, más que por un generoso y desinteresado servicio al pueblo. Tan solo me remito a las pruebas. Al espectáculo -verdadera tragicomedia griega por otra parte- que se nos ofrece desde la clase política. Observe lo que dicen, lo que hacen, contra quién lo dicen, el cómo lo hacen... Los griegos no funcionaban así, estoy seguro.

Me pregunto qué pasaría si los partidos empezaran a componer sus listas con los más aptos, honestos y preparados de la comunidad a gobernar, sin mirar el carnet ni la tendencia política. Sin pago de servicios prestados y sin exigencia de lealtades a cambio. Sin consignas ni contraseñas. Sin intereses de partido que defender por encima de todo. Sin más objetivo que servir al pueblo desde su saber, su conocimiento y su probada entrega. Sin más exigencia que la honradez personal de cada cual o cada cuala.

Por cierto, los griegos no elegían a sus gobernantes por cuatro años. Los elegían para cuatro meses. Por si acaso se equivocaban. Y cuando existía un empate, tiraban el cargo a suertes. Se suponía que todos lo merecían al ser todos iguales de aptos. O sea, el primum inter pares que adoptaron y adaptaron los romanos cuando les tocó su parte en la historia... Nosotros, naturalmente, somos otra historia. A la vista está...

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