Malos tiempos para la lírica -como siempre ha ocurrido desde el principio de los tiempos- y malos tiempos para los que dependan en exclusiva de lo que depara el contenedor de basura de la calle. Los poetas, como saben, apenas rentabilizan sus composiciones, sin embargo aquellos que se dedicaban a escarbar en los desechos sacaban al parecer, hasta ahora, pingues beneficios si juzgamos por las declaraciones de algunos de ellos que incluso alardean en televisión indicando que se puede comer mejor de lo que se recoge en los contenedores que en el restaurante de Ferrán Adriá, el Bulli con todos los desperdicios que los demás arrojamos cada día. O al menos eso decían. No creo que puedan seguir manteniendo manifestaciones como la indicada.

Me comenta, quien de esto sabe, que se han podido hacer verdaderas fortunas con la recolección de los materiales de derribo que acaban en esas verdes y asquerosas bodegas que pueblan las calles siempre que se llegue antes que los extranjeros, especialistas en bronces, tuberías y cables, se adelanten y se los lleven con los carritos de las grandes superficies. Y lo mismo ha ocurrido hasta hace poco con los muebles de la casa, renovados de continuo, especialmente en los barrios burgueses de la ciudad, en donde residen las mejores familias de la sociedad, aquellas que tenían a bien de tiempo en tiempo cambiar las piezas, el moblaje, los colchones, las camas, las estanterías, los sofás o los taburetes, que siempre resulta elegante combatir la monotonía que nos acosa cuando no hay variación, aparte de que no había mujer que soporte los mismos elementos más allá de cuatro años. Doy fe que he visto auténticos comedores, sillas, veladores, sillones, abandonados a su suerte en cualquier esquina, dejados de la mano de dios para que viniera más tarde, a la madrugada, el camión que todo se traga si no había antes algún espabilado que lo fichaba para su hacienda.

Pero me temo, como decía, que se han acabado aquellos buenos tiempos de generosas entregas, de elegantes y floridos desperdicios, que ya no están en la misma situación los que se desprendían de las importantes y codiciadas piezas que hacían la delicia de los que se dedicaban al noble arte de destapar las bocas de los basureros o de arramblar con lo que estaba abandonado, de todos aquellos vagabundos que se afanaban por encontrar un pantalón en olorosa estancia, de aquellos que pretendían hallar un kilo de jamón en las entrañas de los cajones, de todos aquellos que perseguían encontrar el tesoro deseado en el fondo de la suciedad.

Y se ha acabado tiempo tan fértil porque se ha acabado el tiempo del bienestar, ese que nos hacía mudar de piel cada poco, el que nos incitaba a tirar por la ventana todo aquello que sobraba en las casas, una vez que se habían llenado las segundas con los desprendimientos de las primeras; y si era la sociedad del bienestar la que nos empujaba a tirar en bolsas de reciclaje aquellos quesos blandos que habían endurecido, los restos de aquel jamón tan fecundo que era difícil raspar por los costados una vez que había indagado en su vientre, ya no ha lugar para desprendimientos tan generosos. Como era difícil de partir, lo lanzábamos a los sacos de la basura con presteza, incluso enseñando la pezuña por si alguien pretendía hacerse un caldo con los huesos. Y si arrojábamos por la borda muebles, comida, ropa, fruto todo ello del capitalismo funeral del que habla Vicente Verdú, nos llegan tiempos de crisis que hacen que las bolsas salgan ahora algo escuetas, reducidas, en cuarto menguante. Las alegrías se han terminado y ahora hay por una parte excesiva competencia para hallar una ganga en el contenedor -antes eran solo los marginados y los extranjeros los que abrían la jaula- y poca gente se permite el lujo de quitarse de encima los materiales que antes se derrochaban con largueza ni se anda con la misma generosidad para ayudar a los muchos afligidos de la fortuna que nos ha traído la fuerte crisis que padecemos.

Se nos impone ahora el ahorro para que las contribuciones e impuestos se lleven los beneficios. Se alaba el consumo, pero no hay manera de llegar al final del mes a millones de familias que ya no pueden tirar por la ventana por la simple causa de que tampoco les entra por el tejado el dinero suficiente. Y ya las familias, antes tan generosas, no cambian ni renuevan el ajuar, tampoco se permiten la dicha de hacer, como antaño, felices a los desgraciados que se abastecían de sus productos, incluso a aquellos que pedían su dignidad debiendo abrir espitas y compuertas a pleno día, en la nocturnidad de los callejones. Hemos entrado en un nuevo ciclo que puede durar años, más de los que admite el siempre jovial Zapatero. Hasta las basuras huelen la crisis aguda que padecemos.