Recuerdo perfectamente el momento en blanco y negro cuya imagen era la de un cantante argentino llamado artísticamente Luis Aguilé que actuaba en un programa de aquella televisión española del monopolio. La primera vez que le veía y le escuchaba. No tengo ninguna duda del instante exacto porque me pareció, en mi juventud, un artista novedoso, un hombre del espectáculo que añadía a la música el sentido del humor, de tanta necesidad por entonces, ahora y siempre.

Las actuaciones en aquella tele de rectificador y otros aparatajes pesados, se veían con un interés que no se diluía, como ahora, en el magma de la gran oferta; todos mirábamos lo mismo; el share, salvo los que sintonizaban el UHF -siglas que nunca supimos lo que significaban- rondaba el cien por cien, mejor aún, no había control de audiencia ¿para qué?; los ajenos al mundo de la televisión desconocen que un mundo sin share sería un paraíso para los profesionales del medio.

Luis Aguilé, tristemente, ha dejado de cantar para siempre víctima de la enfermedad de nuestro siglo. Hace unos meses le pedí a mi compañero en la televisión autonómica Oché Cortés la gestión para haberlo traído a El tiempo vivido, pero ya era tarde; él, que está al día de músicos y música, me ponía en la pista del próximo final.

He de decir que siento su muerte, que era un tipo tenido por familiar y entrañable, del que nunca compré un disco porque era suficiente tenerlo con multiplicada presencia en la tele -Noches del Sábado, 300 millones, Escala en Hi-Fi, etc.- y con mucha frecuencia en cualquier radio. Se hizo de querer por los españoles con ese gracejo golfo que delataban sus grandes corbatas y las canciones caricatura como aquella del Tío Calambres.

Pero como ocurre casi siempre, bajo esa máscara de desparpajo, Aguilé guardaba el talento de un gran compositor y el interior de un escritor serio; lo demostró escribiendo un duro relato sobre una experiencia propia y muy desesperada. La doble cara de los seres humanos generosos con los demás; aquellos que te regalan la sonrisa permanente y guardan el desamor a la vida, de la vida y por la vida, para sí mismos. Criaturas que alegran al prójimo a costa, si es preciso, del disimulo de cualquier tristeza propia. Una figura más de los difíciles años 60 que se va, que no está dispuesta a vivir más la era digital. Canturrearemos Cuando salí de Cuba en su honor y recuerdo a la primera melancolía de un tiempo y una época.

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