Corren tiempos difíciles para las economías domésticas, y también para las cuentas públicas. La crisis ha hundido la recaudación impositiva por IRPF, IVA e Impuesto de Sociedades un 30%, mientras el gasto público ha crecido principalmente como consecuencia de las prestaciones por desempleo. Esta tijera ha hecho que España, que presumía hace no mucho de tener unas cuentas con superávit, afronte actualmente un agujero presupuestario que puede superar a finales de año a los 100.000 millones de euros, un 10% del PIB, triplicando así el límite del 3% establecido en la UE por el Pacto de Estabilidad y Crecimiento.

Sin que cunda el alarmismo, pues es normal y recomendable que el presupuesto público actúe de contrapeso del ciclo económico, también es cierto que el Gobierno debe tomar medidas para limitar este déficit. En tanto el ciclo no revierta, esto sólo es posible de dos formas: recortando el gasto público o aumentando la presión fiscal, que se sitúa en España en el 36,6% del PIB, frente al 44,5% de la UE-27, según Eurostat.

La política económica del Gobierno Zapatero ha conjugado aciertos con sonoros desatinos. Aciertos en lo referente a protección social, como las ayudas a dependientes y a la emancipación para jóvenes, la restitución de las deducciones por alquiler que en su día abolió Aznar o la nueva ayuda de 420 euros a parados que hayan agotado su prestación, que Rajoy califica de 'gracieta'. Entre los patinazos, el mayor ha sido sin duda la eliminación del Impuesto del Patrimonio, que pagaban las rentas más altas y que reportaba al fisco 1.800 millones de euros anuales.

El objetivo de estas líneas reflexionar acerca de adónde debería apuntar la reforma fiscal de un partido que lleva en sus siglas el ser socialista y obrero, a la vez que ofrecer un contrapunto al consabido recetario liberal, ya saben, reducción del gasto, de impuestos y cotizaciones sociales a las empresas, aumento del IVA, flexibilización laboral y desregulación, que tan bien reflejó en este diario don Ángel Martínez el pasado 9 de agosto.

En primer lugar, repasemos los efectos del Fondo de Inversión Local: 8.000 millones de euros que si bien han contribuido con éxito a crear empleo (410.597 puestos), han sido en muchas ocasiones destinados por los Ayuntamientos a obras de dudosa utilidad y nula capacidad de mejora de nuestro potencial productivo. Es ejemplar el caso de los repintados carriles bici de Valencia. La partida de 5.000 millones del próximo año debería ser invertida con más criterio.

Pasemos al controvertido tema de los impuestos, empezando por el de la renta. Rodrigo Rato redujo el tipo marginal máximo (el que actualmente pagan los que ganan más de 52.000 euros) once puntos, del 56% al 45%. Solbes lo bajó dos puntos más. No sería descabellada su revisión al alza hasta el 50%, cosa que por cierto sucede en países tan poco sospechosos de comunistas como Reino Unido o Japón. Mucho más preocupante no obstante es la conocida popularmente como 'Ley Beckham' (art. 93 de la ley del IRPF), que permite a gente como Cristiano Ronaldo pagar al fisco no el 43%, sino el 24% de sus ganancias, como si de un mileurista se tratara. Esta disposición, absurda e inmoral, nos permite, eso sí, tener una Liga repleta de estrellas.

No irán por aquí los tiros, sino por la tributación del capital (intereses bancarios, dividendos, plusvalías de acciones o inmuebles, etc.). Hasta 2006 la tributación de estas rentas dependía del origen de ganancia y del plazo, yendo del 15% para dividendos o intereses al 35% que pagaban las plusvalías por transmisión de elementos patrimoniales. La reforma fijó un tipo único del 18%. Bien haría el Gobierno en revisar esta cuestión, además de aplicar tipos sensiblemente mayores a las plusvalías generadas a corto plazo para desincentivar la especulación y no perjudicar al ahorro a largo plazo. No quisiera dejar este punto sin señalar la necesidad de modificar la famosa deducción universal de 400 euros y el cheque-bebé para introducir progresividad en ellos, de forma que beneficien tan solo a quienes realmente los necesitan.

Pasemos al Impuesto del Patrimonio. El ínfimo 3,75% de los antiguos 941.000 declarantes del impuesto, aquellos con patrimonios superiores a 1,5 millones de euros, aportaban el 50% de su recaudación total, según datos del Gestha. Estos declarantes no son precisamente clases medias, y el Gobierno debería enmendar su error restituyendo el impuesto.

Hablando de grandes fortunas, éstas suelen canalizar sus inversiones a través de las Sociedades de Inversión en Capital Variable (SICAV), exclusivos clubes de inversión que requieren para su constitución un capital mínimo de 2,4 millones de euros y que tributan por el Impuesto de Sociedades a un 1% (recordemos que el resto de sociedades lo hace al 25-30%). Estas sociedades, cuyo inversor principal suele ser una sociedad domiciliada en un paraíso fiscal, son una estructura perfecta para la evasión de impuestos ante la que el Gobierno no debería seguir impasible un segundo más.

Pasemos ahora a las cosas que el Gobierno no debería hacer: no se debe tocar el IVA, un impuesto aparentemente proporcional que en la práctica es regresivo considerado no sobre el consumo, sino sobre la renta de las familias. Esto sucede porque las familias con menos recursos son las que destinan un mayor porcentaje de su renta a consumir. Gravar más el consumo no parece por otra parte la mejor forma de reactivar la economía. Tampoco es conveniente tocar el Impuesto de Sociedades que ya se redujo cinco puntos y que permite tributar incluso al 20% a aquellas pymes que creen empleo. Adicionalmente, se debe huir de aquellos que quieren poner en peligro la sostenibilidad de nuestra Seguridad Social pidiendo rebajas en los tipos de cotización empresarial.

Quiero acabar con el reto más importante: reducir la economía sumergida del 20-22% hasta los niveles europeos del 10-12% reportaría, según los técnicos financieros de Hacienda, ingresos por un montante de 30.000 millones de euros, más 15.000 millones adicionales a la Seguridad Social. Como nos dice la DGT ¿por qué no lo hacemos?

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