Cuando uno toma las portadas de los periódicos del día y aparece la foto de Barack Obama siente un gran alivio: casi siempre le acompaña una buena noticia. En este tiempo, ayuno de motivos para el optimismo, no hace falta ser un alelado incondicional del nuevo presidente norteamericano para agradecer un respiro. A veces se trata sólo de avances o intentos de avances en el camino de la esperanza y en ocasiones de decisiones concretas que rectifican los pasos dados hacia el caos por su lamentable predecesor. En todos los casos le acompaña la elegancia, como expresión de un carácter distinto a la chabacanería que reinó en la Casa Blanca, y con frecuencia un sentido común que revela que el talento ha venido a sustituir a la idiotez. Con cabeza y buenos modos, Obama impone su sentido de la democracia, que requiere diálogo y, para dialogar, humildad en el poderoso, donde la ceguera de cierto totalitarismo ha actuado al contrario. Esta semana, su alivio del embargo a Cuba, no sólo ha constituido una muestra de inteligencia diplomática, sino un camino abierto al entendimiento en la región. Pero también esta semana nos ha regalado sus previsiones optimistas respecto de la evolución de la crisis. Y no cuesta creer en ellas. Pero no porque uno confíe fanáticamente en su oráculo, sino porque él, al enfrentarse a los efectos de la catástrofe no olvida las causas. Y está claro que, habiendo detectado en la crisis que nos embarga las fugas de una democracia que termina en paripé, busca soluciones. Sin embargo, su afán de pasar página ahora en las torturas de Guantánamo, frente a las cuales ha sido claro antes, muestra las limitaciones de su gran poder y limita su autoridad moral para exigir a Castro, por ejemplo, el respeto del que carece el dictador cubano hacia los derechos humanos.

Y APARTE. También se supo esta semana que en su afán de hacer amigos quiso Obama enviar al Papa una embajadora católica, una Kennedy nada menos, pero habrá podido comprobar que a Ratiznger no le parece suficientemente católica. No creo que Caroline se haya llevado un disgusto de muerte porque la hayan rechazado antes de que se la hayan presentado en una terna. Al contrario que otros embajadores, a los que sus países destinan a aquel Estado de juguete como unas suntuosas vacaciones de premio, a la hija de Jhon Kennedy no le faltan posibles para disfrutar de una larga estancia en Roma. Esto no quiere decir que como católica que es no se sienta algo ofendida por este feo del Pontífice de su Iglesia a su familia, pero tampoco es probable que vaya a cambiar sus conocidas posiciones progresistas en materia de derechos civiles para hacerse menos temible en el Vaticano. Lo que le quedará claro es que hay católicos y católicos: unos como Ratzinger y otros como ella. Y a lo mejor, pensándoselo bien, llegue a la conclusión de que en un Estado gobernado por hombres en su totalidad, donde casi sólo las servidoras son mujeres con toca, lo mejor es que Obama mande a un hombre. Además a un hombre en edad de retiro, con ganas de esforzarse poco y con una esposa que le organice las recepciones a los cardenales para dedicarse él de pleno a asistir a ceremonias. Eso le pasa a Caroline Kennedy por haber admitido servir a su país como florero diplomático entre el incienso sin advertir el riesgo de morir de aburrimiento. O de asfixia.