Los Juegos Olímpicos tienen tal capacidad de atracción que desde 1992 ni siquiera las inalcanzables estrellas de la NBA se han resistido a sus encantos. Hasta los Juegos de Barcelona cualquier selección medianamente capacitada podía plantar cara a los norteamericanos. Desde entonces, una derrota de USA roza lo milagroso. Si Michael Jordan, "Magic" Johnson y Larry Bird fueron capaces de juntarse para maravillar al mundo, de paso que ganaban la medalla de oro de paseo, ninguno de sus teóricos sucesores podría tener fuerza moral para saltarse la cita al menos una vez en su vida.

Viene esto a cuento de lo incómodo que resulta insertar el torneo de fútbol en el programa olímpico. La FIFA consiguió poner a salvo el negocio, basado en el mundial que organiza cada cuatro años, cuando impuso la obligatoriedad de que los participantes en los Juegos fuesen menores de 23 años, con contadas excepciones: tres por selección. Entre eso y la fuerza de los grandes clubes resulta inimaginable ver a los mejores luchando por el podio olímpico. Neymar es la excepción que confirma la regla en Río de Janeiro. Y al paso que va, con todo Brasil señalándole con el dedo por el flojo papel de la "canarinha", quizá se arrepienta para toda su vida.

Juan Antonio Samaranch se las ingenió en su etapa al frente del COI para que los mejores deportistas dieran lustre a los Juegos, fuesen profesionales, aficionados o mediopensionistas. Ahora toca tomar decisiones para que no haya excepciones, o que en todo caso dependan de la voluntad individual, como ha ocurrido ahora con varios golfistas con la excusa del zika. Dadas las apreturas, que dejan fuera del programa a deportes que sueñan con su oportunidad olímpica, habría que plantearse la exclusión del fútbol, un invitado extraño en la fiesta.