Lo más importante de La Cura Mortal es que supone el final de la trilogía de El Corredor del Laberinto, cumplida ya con creces la misión de unos jóvenes clarianos que han tenido que hacer frente a una organización, Cruel, empeñada en la tarea de acabar con todos aquellos que resultan inmunes a la Llamarada, un virus que pone en peligro el futuro de la humanidad.

Han sido tres películas, realizadas en 2014, 2015 y 2017 y marcadas por un mismo patrón, basadas en las respectivas novelas de James Dashner, que han contado con el favor del público adolescente.

Una combinación de acción, aventura y ciencia-ficción que se inició con aceptables augurios y que ha ido perdiendo fuerza a medida que las reiteraciones se apoderaban de la trama.

La Cura mortal sufre ese síndrome global de toda la serie con momentos un tanto inspirados pero sin poder desprenderse de demasiados vínculos del pasado. Dirigida también por Wes Ball, que ha mantenido una innegable coherencia en las imágenes al ser responsable de los tres, este capítulo final pone de relieve una estructura muy similar a la de los anteriores, de forma que un comienzo de alta tensión, rodado en el desierto del Kalahari en Sudáfrica, trata de atraer la atención del espectador desde el primer momento. Con este anticipo se fijan las pautas para que la acción, que es su reclamo predilecto, acuda al reclamo del argumento regularmente. Lo hace reuniendo al grupo de valientes, los clarianos, empeñados en su única meta, acabar con la amenaza de Cruel. Eso supone la vuelta del líder, Thomas, y de sus inseparables Minho, el corredor líder; Newt, que además de amigo es asesor; Gally, un rival con carisma y la única chica, Teresa, que juega el papel romántico con Thomas en unas circunstancias que acaban sorprendiendo.

El decorado es lo que más se ha renovado y en un entorno marcado por un panorama apocalíptico, el enorme laberinto de color cemento que deben superar deja paso a la zona desértica de La Quemadura y al vidrio y al asfalto de la ciudad futurista.