Reivindica, una vez más, la figura inmensa y de una creatividad indiscutible del director norteamericano Todd Haynes, que no en balde lleva tras de sí una filmografía excelente que le ha aupado a lo más alto del cine de Hollywood, también ha conquistado unos niveles de independencia asombrosos en el siempre restringido marco estadounidense.

Una película como ésta es insólita en las pantallas y, sin embargo, para este cineasta, al menos hasta ahora, todavía encaja en su obra. Presentada a concurso en el Festival de Cannes, no logró ingresar en el palmarés, a pesar de que había motivos para ello que no prosperaron en el jurado presidido por Pedro Almodóvar. Responsable de largometrajes de la talla de Safe, Lejos del cielo y Carol, entre otras, Haynes se ha inspirado en esta especie de cuento sobre la búsqueda de la paternidad en un libro de Brian Selznick que ha adaptado a la pantalla el propio escritor.

Es un relato peculiar y en principio enigmático que se va clarificando a medida que la proyección avanza, que nos traslada a dos épocas separadas por 50 años, en concreto al Nueva York de 1927 y de 1977. Lo hace y esto es lo más asombroso, valiéndose de la estética antagónica de dos formas distintas de ver el cine, el todavía mudo y en blanco y negro, por un lado, y el ya en color y sonoro por otro. Con este esquema tan sorprendente se alternan las experiencias de dos niños, Rose y Ben, que están inmersos en un gran empeño, encontrar a sus respectivos padres, que no han llegado a conocer. Rose se siente fascinada por una actriz sobre la que escribe su trayectoria íntima. Ben se ve motivado por su pasión por los museos y por una noticia trágica que le lleva a trasladarse a Nueva York en busca de respuesta a unas interrogantes que han definido todo su pasado. Así, combinando blanco y negro y color y cine sonoro y mudo, se va configurando un drama familiar sensible y emotivo que adquiere su verdadero sentido en sus minutos finales.