Decepcionante y en gran parte fallida, con la excepción de algunos números musicales resueltos con discreción, esta segunda entrega de Magic Mike no añade nada nuevo al curioso y poco conocido mundo de los strippers masculinos de Estados Unidos e incluso no logra afianzar cuestiones que podían haber dado mucho más de sí.

Las claves están muy a la vista y afectan directamente al cambio de director, con el notable Steven Soderbergh, que dirigió la primera, siendo sustituido por un Gregory Jacobs que no ha sabido entrar en materia y que justifica su pobre trayectoria previa detrás de la cámara (solo dos títulos y ambos mediocres, Criminal y Escalofríos).

Lo más llamativo es que Soderbergh se negó a dirigir porque tenía un compromiso en la pequeña pantalla, pero aceptó ser operador, firmando eso sí con seudónimo, el de Peter Andrews. Sin salirse del esquema propio de la repetición, el tropiezo de la guionista Reid Carolin, que parece que agotó su repertorio y su imaginación en la primera película, no tiene excusas de ningún tipo y es consecuencia exclusiva de alargar un relato que se convirtió en un éxito inesperado en las pantallas norteamericanas y del que intenta sacarse más partido.

Lo que sí es extraño es que la cinta fuera un fracaso estrepitoso en España, donde no llamó la atención de nadie. Y eso que tanto en el plano dramático como en la radiografía que se hacía de este universo singular de los hombres objeto había en la cinta inicial aciertos notorios. El relato se retoma, con idénticos personajes, tres años después, cuando un poco ilusionado Mike, que dejó a sus compañeros de bailes sexuales y provocativos y que no ha tenido mucha suerte en sus negocios, decide regresar con ellos para una última actuación conjunta que adquiere el carácter de despedida definitiva.

Es así como renacen Los Reyes de Tampa, que vuelven sobre sus propios pasos para echar la casa por la ventana en una última representación por todo lo alto en Myrtle Beach, naturalmente con el añorado y más famoso.