Acaba de morir Ezequiel Mateo Sanz, el confitero de Puerto Lumbreras. Lo de menos era el grado de consanguinidad que nos unía; a todos los efectos era mi familia, mi primo, llámenle como quieran; su madre y mi padre fueron primos hermanos. Pero el recuerdo y el amor tienen otros vértices; con Ezequiel iba yo a echarle salvado (pienso) a los cerdos en la posada de su tía Paca, al inicio de la calle del Molino, la de mis abuelos. Su tía nos daba a beber la dulcísima leche de burra recién ordeñada, estuvimos criados con el mismo manjar. Con él me hice una foto el día de su Primera Comunión, que la hizo en el mismo altar que yo. Ezequiel me enseñó a hacer merengue; primero a mano y luego poniendo las claras en la máquina; a rellenar la manga de tela y disponer la boquilla metálica perfecta para, una vez llena de la blanca dulcería, escribir con buena letra sobre las tortadas: «Felicidades».

Ahora, al sentirlo inmóvil, yacente, recuerdo algunos pasajes de su vida que estremecieron la mía. Aquel maldito 19 de octubre de 1973, él trabajaba en el obrador de la confitería de nuestro tío Pedro (se llamaba Pedro Sanz Romera, exactamente igual que mi padre). La avalancha inesperada de agua de la Rambla de Nogalte destrozó el edificio donde trabajaban y Ezequiel, más joven, asió, agarró con fuerza el brazo de su tío, del mío, e intentó nadar badén arriba hasta lugar más alto y seguro. Pocos metros le faltaban cuando un golpe de agua les soltó y la tromba se llevó a Pedro y salvó a Ezequiel. Nunca olvidaré esta muerte, como la de tantos otros lumbrerenses.

Sin confitería, sin negocio, Ezequiel se enroló para la supervivencia de su familia en la cuadrilla de los albañiles. Recuerdo que, durante años, hicimos gestiones oficiales juntos en Murcia para la reconstrucción de una nueva confitería. Esos permisos industriales que son imprescindibles. A la nueva instalación quiso seguir llamándola ´Confitería Sanz´, un orgullo para mí porque todo viene del mismo bisabuelo, el tío Pedro ´El Confitero´, a quién tengo en fotografía sepia junto a un niño, que era mi padre.

Escribir que siento su muerte es poco. Mi lenguaje hoy se queda corto en las palabras que significan y son sinónimo de dolor. Es una desazón del alma. La comprobación, una vez más, de que algunos de nosotros estamos en la recta final. La reafirmación de que, en general, estamos preocupados por cosas insustanciales. Lo importante está aquí y ahora, y nos causa un daño difícil de explicar. Tristezas como las de hoy vuelven negros los árboles del camino. Menos dulces las ´flechas´, las ´princesas´, los ´bilbaos´ o almendrados de su mostrador. «Rompe la paz cristiana, Inflige su escenario del absurdo, Y frente al Creador ¿No sonará como crujiente abuso?», escribe Jorge Guillén, poeta y luz.