No es de extrañar que recordándolo ya, en el umbral mismo de su muerte, a Nacho Massotti le hagamos en el Paraíso en el que creía con fervor. Fue nazareno de los buenos, de los que cargan sus cruces a pies descalzos sin la menor queja hasta hacerse amigo del sufrimiento. Así lo distinguieron los que le conocían bien y compartían creencias que, a estas horas, son una ayuda imprescindible para entender lo que nos ocurre. La vida le fue desatenta durante mucho tiempo y él le plantó cara a sus circunstancias con hombría de bien, con humor, incluso. Me impresionaba su afectuoso saludo, cordial y afable, su chispa con la que atendía ese momento de encuentro en su calle o en la de todos, el terreno que le era propicio por su carácter.

La muerte prematura siempre es feroz en su concepto, inexplicable desde el dolor que nos causa la ausencia, esperada e inesperada a un tiempo porque anduvimos con la esperanza a cuestas de que el tiempo fuese largo y gozoso. Así lo queríamos para él, hombre bueno y joven, dispuesto a poner el hombro y soportar el peso de su propia angustia.

Nunca le sentí enfermo, aunque lo estaba, nunca le vi entristecido por su probable destino, lo que equivale a decir que gozaba de una serenidad de espíritu envidiable; agobiados como nos tenemos los demás por menudencias intrascendentes. De su sonrisa hacía un valor que cotizaba en el ánimo de los demás, haciendo fuerte a su familia a la que tanto quiero, a la que tanto deseo templanza para llevar este golpe irracional de la vida que nos toca vivir con el desarraigo de la profunda tristeza, con la alegría de saberlo en paz, en el privilegiado lugar que le tenían guardado.

No me acostumbro a despedir a la gente buena; soy un inconformista, en esencia, de esa reserva que se nos tiene preparada, aún más para alguien tan joven, tan necesario entre nosotros, tan vital en su respiración. No habrá olvido y la memoria será fecunda en todos los que le conocimos y gozamos con él de su existencia y amistad.

No tendremos pereza en mirar su recuerdo, en ejemplarizarnos con su perfil de cofrade, en oír, de forma permanente, la música de su jovial existencia; a él no le gustaría que cayéramos en el desánimo de su silencio, que desarregláramos nuestro temple ante lo inevitable. El Cielo, está claro, podía esperar; pero, una vez elegido para ese viaje, le tendremos como buen embajador de todos nosotros, que nos quedamos aquí llenos de angustia por su pérdida, haciendo méritos para volver a verle.