Alguien le ha dicho a Montiel, Montiel se lo ha dicho a Lola y Lola me ha dicho a mí que quizás podría yo hacer un semblante en memoria de la muerte del amigo, del compañero, del personaje que ha sido y será Felipe Ortega, que se ha ido dejando atrás un gentío de gente muy desolada. A mi padre le pidieron que hiciera lo propio a la muerte de Paco Cano Pato, a quien siempre llamé tío sin que lo fuera. Y dijo mi padre que pagaría con puñados de la tierra que lo había de cubrir a quien pudiera alzar la voz y decir que no fue Cano Pato, y añado yo, que no fue Felipe, un amigo del alma, un abogado de lujo, un profesor sabio y bueno y un hombre que se hizo querer por tirios y por troyanos. Pero hay tres hombres ya hechos, recios y duros, que hubieran hecho esta loa mejor, mucho mejor que yo si los hubieran dejado las lágrimas, pues bien pudieron decir -y pueden decirlo ahora- que fueron de él como hermanos. Jesús Rentero, José Pascual Ortuño y Maximiliano Castillo, los tres juristas, los tres letrados, dos de ellos venidos a jueces y el tercero, Maximiliano, si no fue juez fue porque no siempre acertó la Justicia eligiendo a sus servidores. Aunque más perdieron ellos. Hablo por los hombres -las mujeres que hablen ellas- y digo que con los tres que he citado y con Felipe pasé yo muchas cenas, muchas copas, más de una madrugada, y allá donde estaba Felipe, nacían las carcajadas y se cerraban con chascarrillos discusiones espinosas, porque siempre vio al amigo, al compañero, donde otros veían a un contrario.

No fue hombre de broncas sino conciliador. No traicionó un interés encomendado, no dejó de defender con ardor a quien se ponía en sus manos. Y anduvo por la vida, como digo, sembrando afectos y risas, queriendo y siendo querido. Cuando acertó la academia a hacerlo muy justamente de la de Jurisprudencia, le dimos un homenaje que incluyó encajarlo en una chaquetilla de torero. Tengo para mí que aquello le gustó más y le supo mejor que el excelentísimo que el nombramiento aparejaba. Y nunca ejerció de poncio, y nunca negó el consejo, se prodigó entre nosotros y su ejemplo y su saber han formado generaciones de gente muy bien encaminada. Llego a la Facultad y encuentro que han cerrado una hoja de la puerta que da al campus y han puesto un letrero que dice que se hace en homenaje a él. Y me alegra, aunque el pretexto sea su muerte y mi obligación una necrológica que nunca quise escribir. Me imaginaba la vida sabiendo siempre de él.

Pero la vida no es buena, ni es noble ni es sagrada, como nos advirtió el poeta. Y nos maltrata a capricho dejándonos lentamente huérfanos de lo que fuimos, segando gente, llevándose a unos y a otros, eligiendo a los mejores de vez en cuando y llenado de preguntas la vida que sí nos queda a los que todavía quedamos.

Úrsula, a la que, por encima de papeles y de enredos, llamó siempre con cariño «mi boticaria», sus hijos, a última hora sus nietos, a los que adoraba, tienen que saber en qué forma lo quisimos por si eso los consuela. Mañana un coro de niños y de hombres y mujeres recias, amigos, amigas y compañeras, llorarán a Felipe en este último paseo como quien va al Malecón a oler los jazmines de un cine de verano que también se ha ido con él. Estaré yo de exámenes, lejos del luto, preservado del llanto y llena mi cabeza de recuerdos de Felipe, de su afecto y de su risa, del amigo, del compañero del alma, uno más irrepetible, como Perona, el maestro de gramática al que todavía lloro, como lloraré a Felipe cuando no me vea nadie. Esas cosas son sólo de uno.

Que descanse en paz, Felipe. Que nos rehagamos todos. Que sea la tierra leve y nuestra memoria larga. Que viva en nosotros Felipe y que nos dejen las lágrimas. Que nos recupere el afecto y la risa que él sembró. Que siga la vida, vaya.