Se nos fue cuando amanecía. No pudo vivir otro día más, gimiendo y llorando, en este valle de lágrimas. Ya tenía una renta de dolor suficiente para ganar la gloria, y, poco dado a las pompas sociales, no esperó a despedirse de nadie. Debió pensar: «Ya nos saludaremos allí todos, en esa cita a la que nadie falta». Y se fue cuando amanecía el cinco de noviembre del Año de la Misericordia.

Era sábado, día de la felicitación sabatina a María; día de tierno recuerdo para los que fuimos, con él, jóvenes de Acción Católica; era sábado y se marchó a ver a la Virgen cara a cara. Seguramente, Ella lo recibió con la vela encendida en una mano, y Jesús niño en la otra, una advocación, la Candelaria, a la que tanto se encomendó en los dos templos, el viejo y el nuevo, de Barranda. Y, seguramente, también, Ella le cobijó bajo su manto celeste bordeado en oro, mil veces exhibido en procesión solemne que él seguía, y presidió, por las calles de su pueblo, al que ahora ha vuelto definitivamente.

Antonio Fernández Marín, nuestro Antonio el de Filo, se nos ha ido al Padre. El puñetero cáncer, contra el que tantos mantenemos lucha desigual, terminó royéndole la vida; la vida con minúscula, porque la otra, la Vida con mayúscula, es ahora cuando empieza a disfrutarla. Él, que tanto nos habló de Dios desde su vocación sacerdotal, está palpando ya la verdad de sus convicciones. ¡Qué fantástico sería si pudiese volver desde allá, con la certeza comprobada, a contarnos a sus amigos, en su modo sencillo y su fe vehemente, lo que allí a los creyentes nos espera!

Y nos lo contaría con humor, con chascarrillos si preciso fuera, con la gracia y la broma que heredó de su padre, y que hacía de su charla un represivo de las penas; esa gracia con la que fue sembrando felicidad y cosechando amigos por las parroquias de Cehegín o Castillo de Caravaca, Fuente Álamo o Santomera, Torre Pacheco o Cartagena, por Molina de Segura€,por Murcia entera, o entre sus alumnos del Seminario, entre sus pobres de la misión de Honduras, a los que nunca abandonó, aún después de su presencia allí€

Compañero entrañable, más de sesenta sacerdotes le vinieron a decir adiós, con dos prelados en cabeza, a su pueblo natal. Y la feligresía, por cientos, rezó por cuanto él había rezado por ellos, como si quisieran devolverle el favor de la fe que habían ido recibiendo, día tras día, año tras año, durante muchas décadas de magisterio sacro.

Se nos ha ido Antonio y aquí, en Barranda, nos ha dejado un hueco de orfandad imposible de llenar. A pesar de sus tiempos de ausencia, era de las personas que definían la identidad del pueblo. Los que amamos con él, los que disfrutamos con su humor y agudeza, su bonhomía, su honradez desde los tiempos de la escuela ­-«el honrao», le llamaba su maestro don Eduardo Flores-, estamos desolados. Ojalá utilice su influencia, y desde allí nos haga llegar un soplo de ánimo a quienes lo quisimos y a su pueblo, para llevar con menos pena este destierro que la Salve recuerda.