Se llamaba Salvador Fernández Ciller y había nacido en Cehegín hacía ya 71 años. La sangre salpicaba paredes, televisor y muebles, y formaba un charco espeso en su piso del Barrio del Carmen, en la capital murciana, cuando accedió la Comisión Judicial. Dexter habría hecho maravillas. La diligencia de levantamiento de cadáver lo dice en tono funcionarial: «El fallecido presenta una herida abierta en el cráneo». Lo habían maniatado. Le habían abierto la cabeza con un martillo de enlosador hallado bajo la cama de la víctima. Sobre la sangre, silenciosas y delatoras, quedaban unas huellas traicioneras. Era el 11 de abril de 2007. Había fallecido tres días antes, el Domingo de Pascua. El móvil del crimen parecía claro: cajones y armarios andaban revueltos. El cadáver lo había descubierto Encarna, una vecina que, alarmada ante la prolongada ausencia de Salvador, y extrañada ante las goteras que chorreaban desde el domicilio del hombre hasta el garaje, decidió entrar en la casa.

Arranca entonces la consabida investigación. Comienzan a rastrearse las llamadas entrantes y salientes en el teléfono del finado, sus correos electrónicos, sus movimientos bancarios. Se anda a la caza de huellas y colillas y saliva y más pudorosos fluidos. Se husmea en la basura. Eso es una investigación: dirigir un foco que no deje lugar en penumbra. Y son pocas las ocasiones en que no se alumbran lugares que más valiera mantener a oscuras. Ya se sabe, todos guardamos esqueletos en nuestro armario. El caso de Salvador no fue una excepción.

A veces se necesita un golpe de suerte. Y a veces lo hay. La policía sorprendió a unos chorizos rumanos con unos objetos que, vaya por Dios, resultaron pertenecer a Salvador. Afirmaron que los habían robado escalando a su vivienda una vez que él ya estaba muerto. Y parece que no mentían. Pero tienen cosas interesantes que contar. Hablan de unos compatriotas que mantenían una relación amistosa con Salvador. Y no solo amistosa; uno de ellos, un tal Marius, mantenía relaciones sexuales con él a cambio de dinero. Ah, resulta que Salvador era sacerdote. Salvador era el padre Salvador. Marius, dicen, ya le había robado alguna vez al sacerdote, aprovechando sus visitas y había anunciado su intención de continuar haciéndolo. Le hacían los ojos chiribitas por la plata que guardaba el padre Salvador y por un cuadro que, decía, era del siglo XV. Hablaba también de cincuenta mil euros.

En la vivienda de Salvador habían aparecido DVD´s de contenido pornográfico (Mejor a pelo o Festival de coños y pollas eran algunos de los títulos). Había también varios álbumes de fotografías donde se podía ver a hombres posando desnudos en la vivienda. Los investigadores descubrirán también correos electrónicos y chats de contactos de índole homosexual. Entre aquel arsenal erótico, se halla también el justificante del envío de 600 euros a Marius, en la localidad rumana de Buzau.

Mauritius Neascu, ´Marius´, 30 años en el momento del crimen, sin empleo alguno, sin un techo donde dormir muchas noches, ha marchado precipitadamente a Rumanía; lo propio ha hecho su pareja, Ramona-Mona Streche (25 años a la sazón) y, extraña cosa, han marchado por separado. Los testigos comienzan a delinear una historia precisa. Marius había pedido dinero en diversas ocasiones a Salvador, quien se lo había prestado. Días antes de su muerte, sin embargo, Salvador se había negado a prestar más dinero al amigo rumano, dando lugar a una acalorada discusión. Se vio a Marius gritar y golpear la puerta del edificio. Además, las huellas sobre la sangre de Salvador se correspondían con la de unos zapatos que Ramona había adquirido recientemente en la zapatería Rumbo de la calle Floridablanca.

Marius se deja caer por Murcia; los agentes se abalanzan sobre él en la misma estación de San Andrés. Ramona permanece en su país de origen y hasta allí debe trasladarse la investigación. Marius le echa la culpa a Ramona, su novia. Admite mantener relaciones sexuales con el párroco por dinero y afirma que, en Rumanía, Ramona le contó que había matado a Salvador con la maza que el propio Marius había adquirido. Pero hay cosas que no cuadran. Por ejemplo: esas llamadas nerviosas que en torno al momento del crimen se cruzan Marius y Ramona; llamadas de apenas unos segundos. Seis llamadas entre las cinco y las seis de la tarde del ocho de abril: el fatídico momento en que Salvador estaba llegando a su casa.

Ramona, una vez detenida, cuenta que acudió a casa de Salvador porque Marius le había dicho que allí haría un trabajo. Pero lo que se encontró fue al párroco intentando introducirle el mazo por diez euros. Ella se negó, Salvador se puso violento y así fue que acabó asestándole varios martillazos en la cabeza. Había sido el padre quien le había pedido que lo amordazara. Las llamadas epilépticas eran fáciles de explicar: estaba asustada y llamó a Marius varias veces nada más abandonar el lugar del crimen. Eso sí, antes de irse había cogido la cartera de Salvador.

Marius, pues, tenía razón: había sido ella. Sin embargo, en la casa se habían encontrado dos huellas diferentes coetáneas al crimen. Las huellas no mienten: se trata de un crimen con dos autores. ¿Y por qué había declarado Marius que no tenía batería aquella tarde cuando hay constancia de esas llamadas entre él y su pareja? ¿Y por qué había dicho Ramona que no conocía a Salvador cuando Marius afirmó que ya se habían visto con anterioridad? ¿Y por qué compra un mazo de enlosador alguien que no trabaja ni de enlosador ni de nada? ¿Y puede una mujer de complexión delgada con un hombre corpulento como era Salvador?

El fiscal tiene claro que Ramona solo intenta salvar el pellejo de su pareja. Las llamadas telefónicas habían sido llamadas ´de control´. Ramona andaba a la espera del párroco mientras Marius aguardaba por las calles vecinas. Salvador había quedado con un amigo para ver una película porno (Holocausto sexual había sido el título alquilado por el amigo). Cuando llegó a su domicilio, la pareja rumana entró a la vivienda y fue Marius quien golpeó al sacerdote. Y esa fue la versión que reconoció Ramona en el juicio y que acabaría consagrando el veredicto. La sentencia declara que fue Marius quien propinó los golpes, con el único fin de robar. Con tal fuerza golpeó que llegó a doblar el mango del martillo. Ramona ayudaría después a trasladar el cuerpo al dormitorio y maniatarlo. ¿Por qué se había inculpado entonces Ramona al principio? Por miedo. Por miedo a su pareja. ¿Y por qué había colaborado la mujer en el crimen y guardado silencio después? Ídem de lo mismo.

Marius fue condenado por asesinato: veinte años. A Ramona le cayeron ocho años como cooperadora necesaria; respecto al asesinato, se consideró la eximente incompleta de miedo insuperable. Desde luego, no hizo mal trabajo el letrado de la mujer, Melecio Castaño. Desde 2011, cumplido un cuarto de la condena, disfrutó de permisos carcelarios y, a día de hoy, ha saldado su deuda con la Justicia.

"Yo no me hice sacerdote para dejar herencias"

Un detalle perturbador. Sobre la mesa del salón, Salvador había dejado su testamento. Había confesado a un amigo que creía pronta la hora de su fin. No era más que una nota escrita, mitad a mano y mitad a máquina. Dejaba todas sus posesiones a sus sobrinos. «Yo no me hice sacerdote para dejar herencias», escribía el padre Salvador. «Nunca tuve esa ambición humana de tener», afirmaba. Repasaba los lugares donde había ejercido su ministerio: Águilas, Guayaquil, Cartagena, San Diego, Sangonera la Seca, Moratalla, Roma, Alcantarilla, El Puntal. El Padre había encabezado su testamento con la leyenda: «Eternidad feliz». ¿Intuía Salvador el injusto destino que le aguardaba? En todo caso, cúmplase su voluntad y sea la eternidad feliz para él.