La espada del Cid Campeador y Murcia

Al norte de la ciudad de Murcia tenemos el conocido como barrio de Vistalegre. Tres importantes hitos definen a este espacio urbano: la constatación de que en la Edad Media había dos alquerías denominadas ´Cudiacibid´ y ´Adufa´, y de una torre, que no debió estar muy lejos, que recibía el nombre de ´Torre de las Lavanderas´. Al menos es el panorama que debió poseer esta moderna barriada durante el siglo XIII que es cuando, por primera vez las fuentes históricas, esto es, el Libro del Repartimiento de la huerta de Murcia, hace mención al lugar. Pues bien, en este barrio que nació en el siglo XX, hay una calle con el nombre de ´Cronista Diego Rodríguez de Almela´. Amplia arteria que une la plaza donde se encuentra la Escuela de Arte con la nueva avenida de Abenarabí. Pero ¿Quién fue este cronista? Diego Rodríguez de Almela era canónico de la Catedral de Murcia y miembro destacado de la Diócesis de Cartagena. Capellán de la reina Isabel de Castilla, la Católica, y además su cronista de hechos de armas.

Rodríguez de Almela fue un personaje murciano, desconocido hoy para el gran público, que ocupó con su merecida fama grandes páginas en la historia del siglo XV. Escribió y describió numerosas batallas en dos tomos. El primero de ellos dedicado a las que se desarrollaron desde el comienzo de la era cristiana, siglo I, y el segundo desde las victorias de los godos en la Península hasta el año 1481 en el que dejó de escribir y se ocupó principalmente de la ayuda moral y espiritual a la Reina Isabel y a su ministerio sacerdotal acompañando a sus Católicas Majestades en todos sus viajes.

Al comienzo del verano de 1492, Rodríguez de Almela parte de Murcia acompañado de dos escuderos y seis hombres de armas, según el mismo relata. Van dirección a Granada y, más concretamente, a Santa Fe donde, un años antes, los Reyes Católicos habían sustituido el campamento provisional de lonas y tiendas levantado en 1483 por otro de construcciones fijas de ladrillos, piedras y adobes para dejar claro a los nazaríes que se quedaban allí, en lo que se bautizó como Santa Fe, hasta que no se rindiera Boabdil.

¿Qué empresa lleva al canónico murciano hasta Granada? Pues nada más y nada menos que depositar en las manos del rey Fernando el Católico la espada del Cid Campeador. No se sabe a ciencia cierta si fue ´la Tizona o la Colada´, si bien es cierto que después, en el siglo XVI, en el año 1503, Gonzalo de Bricio, por mandato de la Reina Isabel la Católica, realiza un inventario de las armas que se hallaban en el Alcázar de Segovia, y entre ellas se describe y se nombra a ´La Tizona´. Y se añade que es propiedad de S.M. el rey don Fernando desde tiempo antes de la toma de Granada.

Entre los años 1560 y 1621, Fray Prudencio de Sandoval, en su crónica de los reyes de Castilla y León, menciona ´la Tizona´ tienen en su mayorazgo los marqueses de Falces, y que al parecer les fue cedida por el rey Fernando el Católico como premio a sus servicios, con la condición de llevarla a Palacio para que jurasen con ella los reyes de España.

Por tanto, y a la vista de estos y otros documentos y crónicas de la guerra de Granada, fue un murciano el canónico y cronista Diego Rodríguez de Almela, hoy solo un nombre en el callejero de la ciudad, quien deposito en manos del rey Fernando el Católico la espada del Cid Campeador para que, con ella, entrará victorioso en la ciudad de Granada tras la rendición de Boabdil en un viaje que, a comienzos del verano de 1492, tuvo su origen en Murcia con el propio cronista, dos escuderos y seis hombres de armas que trasportaron y custodiaron la histórica espada hasta depositarla en las manos del rey Católico.

Peligrosos pastores

En el año 1752 la ciudad acuerda solicitar al Señor Corregidor que mande reiterar la publicación del bando para que los carreteros que trafican por dentro de las murallas de la ciudad de Murcia vayan delante de sus carretas, con el cuidado y la atención que deben y no dejar nunca solas a las bestias que tiran de las dichas carretas por el peligro que esto entraña para los vecinos. Asimismo, se exige que los pastores que pastan con sus ganados las hierbas de la huerta, campos y diversas zonas de la ciudad, lleven para el gobierno de sus animales las varas o «gaixos» que les está permitido y no los garrotes de que acostumbran, so pretexto de defensa, siendo de tanto perjuicio los dichos garrotes defensivos como un arma blanca o de fuego y no pudiéndose controlar a estos pastores tan amigos de pendencias que pudieran utilizar sus garrotes para quitar la vida de un hombre y no enterarse nadie dada su violencia.

Una nube de piedra destroza la ciudad

Ocurrió en el año 1775 y causó enormes destrozos en Murcia y la huerta. Según las actas de la ciudad, y tras la intervención de los justicias, los destrozos causados por la tormenta fueron cuantiosos. Incluso con daños personales y pérdidas en el ganado. En el acta se recoge aquel suceso de la siguiente manera: «Siendo la una de la tarde de este día trece de mayo, festividad de San Pedro Regalado, hubo en esta ciudad de Murcia una nube muy mala de piedra, lo que no habían visto los que al presente vivían. Se hizo de noche aun siendo mediodía y empezó a caer la piedra seca de a 4, 6, 8, 12 y más onzas que sus golpes pasmaron a la población que huyó despavorida. Duró más de veintitrés minutos y finalmente se mezcló con el agua que fue quien, al parecer, acabó por deshacer la dura piedra. Se nos dijo que habían caído algunas de seis libras en la huerta y dentro de la ciudad se pesaron, después de pasada la nube, había algunas de veintiuna onzas, pero bien podían ser pedazos ya que como daban en piedras y paredes se rompían muchas de ellas. Según tenemos sabido los daños causados son muchos pues atravesaron los tejados y terrados pasando al interior de los cuartos. Ha habido muchas desgracias en animales y personas lisiadas por las piedras. La huerta ha quedado destruida en sementeros, hortalizas y árboles».

Estreno del drama 'María del Carmen'

El 14 de febrero de 1896 se estrenó, en el Teatro Español de Madrid, la obra de Feliú y Codina, María del Carmen. Los protagonistas fueron el murciano Fernando Díaz de Mendoza y su mujer María Guerrero. Se daba la curiosa circunstancia de que la pareja había contraído matrimonio un mes antes en la iglesia de la Almudena de la capital de España en una ceremonia que, a decir de las crónicas, no tuvo «ostentación ni etiqueta», sino que fue una boda sencilla y a la que acudieron únicamente los familiares y amigos cercanos de los contrayentes. La pareja de recién casados ni tan siquiera celebró el enlace pues, de la Almudena, fueron directos al Español, donde ensayaban la obra que un mes más tarde tenían que estrenar. El Diario de Murcia, que dirigía el periodista Martínez Tornel, se hizo eco del éxito cosechado en Madrid y decía textualmente: «En la noche del 14 de febrero se estrenó en Madrid, en el Teatro Español, el drama María del Carmen, del ilustre autor de La Dolores, don José Feliú y Codina. El éxito fue entusiasta, estruendoso, colosal. Reverdecieron para la preciosa huertanica de Murcia los laureles que se viera colmada la bizarra moza de Calatayud, la calumniada por cínico mozo en el canallesco cantar. Felicísima fue la interpretación que obtuvo la nueva obra de costumbres murcianas. María Guerrero desplegó una vez más su talento de gran actriz y lució en el desempeño de la protagonista rico y vistoso traje de zagala de nuestra huerta. Murciano el primer actor del clásico coliseo, Fernando Díaz de Mendoza, inútil es encarecer la propiedad con que interpreta al enamorado y valiente Pencho. Y Felipe Carsi, actor cómico de buena cepa, hizo a las mil maravillas el Pepuso, pareciendo más un auténtico huertano de Murcia que un actor a quien habían confiado dicho personaje».

Extorsión y violencia en la huerta

Desde 1788 y durante dos largos años vivieron los huertanos un periodo de violencia y extorsiones que, en muchos casos, llegaron a hacerles perder sus escasas posesiones porque esa violencia se materializaba incluso cuando los extorsionadores, al no cobrar el dinero solicitado, llegaban a pegar fuego a las barracas perdiendo en el incendio sus pertenencias. Si los huertanos pagaban a las partidas de forajidos el dinero demandado no sufrían daño alguno, pero en caso de que se negaran comenzaban sus problemas. La violencia llegó a tal punto que un vecino de Llano de Brujas, una oscura noche, confundió a su tío que iba a visitarle con uno de los forajidos y lo mató. Las actas capitulares recogen estos sucesos: «Una compañía secreta de forajidos incendiarios siguen con sus exacciones y violencias en la huerta de Murcia habiendo incendiado ya, que se conozca, 34 barracas hasta el día 19 de marzo del presente año, siendo perjudicados otros tantos colonos, que se negaron a depositar en los sitios marcados por los bandoleros las cantidades exigidas por medio de anónimos, llegando incluso algunas de estas sumas a los 3.000 pesos. Cantidad difícil de pagar por estos humildes colonos. Se tiene noticia de que han escrito a un arrendador de don Antonio Fontes y Carrillo, que se le conoce como el Riquelme, pidiéndole la dicha cantidad de 3.000 pesos. Más grave es según ha conocido este Concejo, el caso del mozo que llaman ´el Alama´ en el Llano de Brujas, que estaba guardando y vigilando su barraca cuando una noche, el día 5 de febrero, mató a su tío Antonio Jódar pensando que era él un incendiario forajido. La oscuridad de la noche y al no distinguirlo hizo que ´el Alama´ matara a su tío tras confundirlo. Las gentes del Llano de Brujas no hablan de otra cosa».

El Papa Clemente XIV murió envenenado

El 22 de septiembre de 1774 llega a Murcia, desde Roma, dando cuenta de la muerte del papa Clemente XIV. En esa larga misiva se cuenta, con todo lujo de detalles, la horrible muerte del Santo Padre y el envenenamiento que, según el remitente de la carta, sufrió el papa.

No sabemos a quién iba dirigida pero sí que el Concejo se hace eco de su contenido. «Es por voz común, bien fundada y ajena de toda duda, de que Su Santidad murió envenenado. Esto los mismos médicos y cirujanos que asistieron al abrir su cuerpo lo testifican y aunque ellos lo callan, daban bien a entender los efectos que se vieron y que no se han podido ocultar, pues el cirujano que lo embalsamó cayó malo con calenturas y de cuidado.

El cuerpo, apenas fue abierto, empezó a despedir un olor tan malo que no se podía sufrir y quedó tan desfigurado que no se podía conocer fuese él. Lo embalsamaron por segunda vez y después de esta fue más intolerable el hedor, toda la carne de su cuerpo se volvió agua y se caía como lodo, de suerte que, para que no se diese del todo, le pusieron una camisa de pez y lo enfajaron, en tanto que los interiores fueron puestos en una jarra y ésta y la siguiente al instante se rompieron. El cuerpo debía estar tres días expuesto en palacio, pero el mal olor solo lo dejó estar dos.

En San Pedro también debía estar expuesto tres días y solo estuvo una noche y parte de la mañana puesto en una caja llena de pez y salvado y, con todo, el agua que se reducía el cuerpo pasó a la caja, cayó en tierra y quemó los ladrillos que bañó. Según los más inteligentes dicen que el veneno fue de los más fuertes y la dosis triplicada. El Padre General de los conventuales, en cuyas manos murió nuestro Santísimo Padre, afirma que Su Santidad, suspirando en sus agonías y fuertes dolores, decía «Dios mío, perdóname mis pecados como yo perdono al que me hace morir, y como verdadero cristiano y padre de todos, aunque se quién es, no quiero manifestarlo.

Así mismo doy cuentas que los Excelentísimos Cardenales han entrado en cónclave. Dios los ilumine para que acierten a elegir un pastor de la Iglesia que sea del mayor agrado de su Divina Majestad».