Ellos saben quiénes son. Apariencia nada más. También incompetencia. Nada de humildad, eso es bajeza. Viven en su nube, sobrevolando la realidad, en un escondite oscuro donde no son capaces de apreciar claridades cuando todo se torna negro como un coche fúnebre. Siempre yendo más allá, apretando hasta romperse y hacerse pupa, pensando que con tiritas taparán cualquier herida.

Creen tener el poder y acaban empachándose con su ego. No tienen altura ni para tomarse en serio. La camarilla política no se ha avergonzado con el espectáculo de San Esteban. Al contrario. Una vez montado el circo, todos de gira. Y el maestro de ceremonias, como en el lienzo de Toulouse-Loutrec que adornaba el vestíbulo del Moulin Rouge, ha agitado el látigo y con el golpe todos se han caído del caballo. Unos han disimulado los moratones riéndose, como si nunca se hubieran precipitado; otros se han levantado sacudiéndose el orgullo, y hay quienes aún no han despertado de la conmoción y se lamentan en secreto. En el circo mediático rara vez salen bien los números ecuestres y con San Esteban ha quedado claro que para algunos la experiencia sólo evidencia su inexperiencia. Quien entra en el caballón con traje para cosechar enemigos, o se remanga o acaba manchándose... hasta la pajarita.

Enfrente, sin abandonar el griterío, los agitadores de la masa. Los dolientes. Aquellos a los que les herían palabras y sospecha de palabras, aquellos a los que llamaron terroristas, locos y esquizofrénicos. Aquellos que se disfrazaron y abrazaron la historia con mensajes para los expoliadores. Los que descubrieron, sin bolas de cristal, una mina de oro en Murcia, los que se pararon a pensar, los que reaccionaron y bramaron sin cesar para que se respetase y valorase el pasado. Esos que nunca bajaron la guardia, que removieron todo menos cimientos para que aflorase la verdad, esos que buscaron aliados porque veían palacios en vez de "estructuras". Esos que ahora llaman héroes también saben, como los otros, quiénes son.

Ahora todos quieren correr como la jueza que detuvo lo que parecía el desastre. Unos para decir lo que antes dijeron, pero de tapadillo, otros para contar películas que nunca vieron y, los que menos, para admitir que se equivocaron. Murcia no olvidará lo que ocurrió en San Esteban.

Este otoño de 2009 jamás se borrará de nuestra memoria. Aquellos que pensaban que los murcianos estaban anestesiados, que eran dócil ganado, que eran insensibles y poco dados a reivindicar las injusticias se han topado con una masa crítica capaz de tocar todas las teclas para que la música suene a su son. Y la melodía de San Esteban no la interpreta un solo flautista sino una ciudad entera que estaba deseando que sus gobernantes también escucharan el eco de sus antepasados. Pasarán otras cosas y también los años, pero Murcia no olvidará.