Me encuentro, después de unas largas vacaciones de cuarenta años, a un antiguo amigo de andanzas estudiantiles, de aquellos tiempos grises en los que podíamos correr y trotar, como gamos, por delante de los caballos de la policía en los campus universitarios; en aquellos tiempos gloriosos de los sesenta de los que sólo ha quedado para el futuro algo de la música, nada de sus afanes juveniles (seguramente porque ahora son los que ordenan y mandan los que no lanzaron los ladrillos) y un poco de la nostalgia del pasado. De cuando jóvenes casi todos, ilusionados y con la vida por delante, queríamos tragarnos el mundo (incluida el turrón duro de la dictadura) y hasta escribir en el papel en blanco trazos de nuestros sentimientos (medio rotos, medio quebrados por la angustia sartriana, sustituida a veces por la nada) que interesarían a la colectividad humana, desde el barrio latino hasta la Albalatía.

No nos comimos ni uno ni otro la manzana podrida, tampoco plasmamos el pensamiento crítico y rebelde en libros ni en el escenario de la escritura, antes bien yo lo arrojé en libros que sólo pueden interesar a los que quieran llegar un día a una academia provinciana o a aquellos eruditos que quieren ventilar los nichos de aquellos escritores que se perdieron escribiendo libros olvidados, libros que sólo se conservan en las librerías desvencijadas, en las academias polvorientas. Tampoco hubo novelas ni piezas dramáticas por su parte, tampoco verso ético ni lírico en el estanque vacío que separa aquellos días de estos de ahora cuando le pregunto: "Y tú, X, ¿por qué no escribiste aquellos libros que pensabas, aquellos que me dijiste aquel día, en aquella pensión, en donde dabas rienda suelta a sus ilusiones juveniles?", pregunta, pienso ahora, que podía llevar aparejado como una pequeña derrota personal de mi amigo, feliz en su humilde rincón, villano dichoso todos los días de su vida de gozar -no han desaparecido del todo las emociones estéticas- con el placer de saborear un buen libro, de los clásicos, de esos que no pierden vigor con el paso de los años, nada de las modernidades efímeras que se esfuman tan pronto como desaparecen de las librerías. Viendo cómo, desde su ventana vetusta, se abre el día, cómo, como en los últimos días, el musgo de la piedra toma consistencia con la lluvia reciente. En gozar del minuto que se fuga para siempre, en disfrutar del instante, ese que no regresa. Sin las vanas pretensiones de conseguir la fama a través de la escritura, empresa reservada ahora para todos los que practican la técnica del códice, las claves secretas de la cripta religiosa en el Vaticano o en el Louvre, el aliento que sopla podrido en dirección a los muertos que aparecen pronto, casi en primera página.

Y me dice mi amigo, ya sabio, prudente y filósofo, que lo tiene claro, que si no ha escrito nada de creación en los años anteriores, no piensa añadir un solo renglón en el futuro, y todo pese a sus comienzos más que prometedores que yo había leído (en los que destacaba por la precisión de la palabra, el manejo de la sensación, la armonía de la frase, la originalidad de sus planteamientos) porque, hace ya algunas calendas dio con Voltaire, aquel pensador malicioso e inteligente, que fue el que le dijo que la Fama dispone de dos trompetas. Una de ellas, aplicada a su boca, que es la que celebra las hazañas de los héroes; la otra trompeta se la aplica al ano, y se sirve de ella para enterarnos del fárrago de volúmenes recién publicados, que se escriben en un mes y mueren en un día.

Fiel a una frase (y hay que agradecer que al menos haya alguien que permanezca fiel a un principio), ha permanecido mi amigo en silencio en un tiempo en el que ni siquiera los autores leen, ocupados todos ellos en batir el récord de escribir 100.000 libros al año, en una época en la que hay atascos de tráfico en las librerías, en donde no pueden aparcar todas aquellas existencias y plagios que nos llegan desde todos los rincones del mundo. Mi amigo, modesto y sencillo, me dice que sus libros no valdrían para mucho, no podrían competir con aquellos otros que él lee con avidez cada día, en silencio, a solas, y que él no quiere echar granos de carbón a la historia literaria del país cuando hay diamantes que irradian luz y belleza. Teniendo plena conciencia -y los hay lúcidos- que no posee el don ni la gracia para figurar en el paraíso de las letras.

En época de auténticos genios y enormes vanidades, mi sabio amigo cree no contar con ese don especial que otorga el destino a los genios, con el duende que los dioses conceden a los elegidos, que no desea tampoco seguir, como hormiguita, rellenando cuadernillos, llenando las pantallas de signos, escribiendo libros aunque sean malos de solemnidad, malos regulares o malos tirando a buenos. Y me lo dice sin fatiga ni rencor, en paz con su ánima, escribiendo el libro de su vida, no ese que se rellena de palabras y acaba primero en las librerías, más tarde, saldados en el Olimpo de la escritura, finalmente reducidos a escombros, en los agujeros negros de las bibliotecas provincianas, en donde moran, pese a las toneladas de papel que se escribe, la mayor parte de esos autores que, de paso, maltratan su vida y se atormentan la mente. Mi amigo, el escritor ágrafo, teniendo buena cualidades para las artes, buen gusto, muchas lecturas, saber y palabra, decide retirarse para siempre. Y lo que yo lamento es que le deje el hueco a los ignorantes que se atreven con todo.

Paradojas del destino que obligan al prudente a ausentarse y al bobo a pretender la consagración universal.