Comprendo que una mirada, aún admirativa, puede llegar a molestar a fuer de insistente. Lo sé porque yo mismo constituyo una atracción ambulante, en especial para las féminas, habida cuenta de las múltiples prendas así físicas como psíquicas que me adornan, por no hablar de las maneras verdaderamente aristocráticas con que me desenvuelvo. Con frecuencia salgo a la calle despeinado, zafio si ello fuera posible, y con indumento mendicante a fin de no descollar entre la chusma e incluso experimentar su desprecio, consiguiendo así ejercitar otra de mis virtudes características: la humildad. Si no fuera por mi radical agnosticismo podría aspirar en un futuro a la santidad o al menos a la beatificación, dada la resolución anacorética con que rechazo de continuo muchas proposiciones deshonestas con amable pero firme ademán.

-Pero a alguna sugestiva tentación habrá usted sucumbido -se preguntará el feo y analfabeto lector.

-Pues no, señor. A ninguna. Es decir, solo a una: la de quien ahora es mi esposa. Y ello porque, lejos de adorarme, me desprecia con saña y no pasa día sin insultarnos a mí y a mi querida madre. Esa cualidad suya de trocar mis encantos en mierda de burro resulta excepcional, denota una imaginación poderosísima y una mente adiestrada en la ficción, pues aquí la única mierda de burro es ella, según constato con solo mirarme al espejo. ¡Qué sería de mí sin su agravio perpetuo! Lo necesito para recordar que también soy humano.

¡Ah, los espejos!. No podría vivir sin ellos. Mi casa es un espejo continuo que se pliega a las paredes, a los techos e incluso a las puertas. Pero a la vacaburra le tengo prohibido mirarse en ellos -por no desairarlos solo le permito uno de mano para depilarse el bigote-, pues estoy convencido de que sienten y padecen y así, ante mi vera efigie, el espejo se muestra agradecido emitiendo un brillo similar a las pupilas de un enamorado; por el contrario, en presencia de mi mujer se empañan, su fulgor languidece y lagrimean. Si les hablo y acaricio con mi sexo reverberan de gusto, máxime cuando eyaculo sobre ellos.

A estas alturas ya se habrán percatado de que soy un mirón. Un mirón, en primer lugar de mí mismo; y en segundo de algunas mujeres seleccionadas en función de su extraordinaria belleza o de su extraordinaria fealdad, pues sólo me atraen los extremos. He alcanzado tal virtuosismo en el mirar que puedo orgasmar ante determinada imagen sin necesidad de tocar ni ser tocado, gracias a Dios. En la lejana época en que ponía mi cuerpo a disposición de cualquier pelandusca, observé cómo lo manoseaban sin ninguna destreza ni consideración, atentas sólo a sus deseos, y a las primeras de cambio se introducían el sagrado pene, así mondo y lirondo, en sus procelosas covachuelas, donde ve tú a saber cuántas bacterias y virus anidarían. Tampoco deseo someter mi nabo a la tortura comprimida y gélida de los preservativos, pues el sensible órgano sufre como un enano -mejor diríamos, como un gigante--con semejantes estrecheces y sólo dispongo de uno para toda la vida. Hubo una desgraciada que llegó a tirarme de los pelos, enloquecida como estaba; y otra que en el momento sublime emitió un sonoro pedo. Desde entonces he sustituido el comercio carnal por el visual, a mi entera satisfacción y la de todas aquellas a quienes convenzo o pago para que evolucionen en mi cámara especular ejecutando diversos números expresamente diseñados por mí. Si carezco de numerario, yo mismo me disfrazo de dama refinadísima u ordinaria, según el día, ofreciéndome a mí mismo en las más procaces y deliciosas posturas, gracias al fenómeno de la multirreflexión. Complemento estas sesiones de amor propio con alguna película cochina de mi extensa colección, lo que me distrae algo de mi fructífero ensimismamiento, pero enseguida retorno a él con renovado brío.

Por todo ellos no puedo comprender la actitud de una individua cuya poderosa grupa diseccionaba yo debajo del agua durante una de mis jornadas de natación, que suelo aprovechar para practicar el ejercicio mirativo al tiempo que esculpo este cuerpo con el ejercicio físico. Suelo concentrarme en los traseros rotundos o directamente gordos porque bajo el agua aparecen sobredimensionados, sobre todo si el bañador se incrusta entre las nalgas por efecto del movimiento natatorio. Elegido el objetivo, me sitúo en la calle contigua, a unos dos metros de la vanguardia en cuestión y a veinticinco centímetros de la superficie, adaptando mi velocidad de crucero a la suya y adelantándola de vez en cuando para disimular. Pues bien, el pompis escogido en este caso tampoco era para tirar cohetes, pero tampoco había otra cosa a mano, quiero decir a vista, en la piscina y yo tenía hambre. Súbitamente se detiene la propietaria del mediocre culo, se quita las gafas de agua y me espeta: "¡Ya está bien!". Anonadado, cariacontecido, le pregunto: "¿Ya esta bien, de qué?". Y la otra: "¡A algunas nos irrita que nos miren tanto!".

Quedé mudo del asombro. ¿Cómo puede molestar a nadie que yo, un canon de belleza, la escrute durante una docena de largos? Resulta injusto. Fue tanta mi humillación que estoy considerando seriamente retirarle mi atención visual a las mujeres y dedicarla integra a mí mismo. Aunque para ello tenga que instalar espejos en el fondo de la piscina.

jaatanet@wol.es

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