Trípoli es un mosaico de color. Y no sólo por las banderas verdes, rojas y negras que ondean en cada rincón de la capital de Libia. Con la caída del régimen de Muamar el Gadafi, los tripolitanos recuperaban la esfera pública tras 42 años. Enfrentados con la libertad de poder alzar su propia voz sin miedo a ser detenidos por la temida mukhabarat (la policía secreta) o por el chivatazo de un vecino, los libios salieron a las calles. Y las pintaron.

Nadie sabe muy bien decir cuándo empezó ni quiénes la protagonizaron. La pintada masiva de Trípoli está rodeada de un aire de misterio propio de la revolución libia. Al igual que los imanes repitieron incesantemente por los micrófonos de sus mezquitas el Allahu Akbar (Alá es grande) para hacer desaparecer el conjuro que aseguraban había dejado Gadafi, hablando con muchos libios parecería que las pintadas de la capital hayan sido obras de espíritus de otro mundo.

Pero no lo fueron. Las pintadas son obra de libios de carne y hueso. Libios, la mayoría de ellos jóvenes, que celebran su nueva libertad llenando las paredes de su ciudad con imágenes y textos de todo tipo. Sus pintadas suponen un testimonio gráfico fiel, sin filtros ni censuras, de las muchas sensaciones que invaden las mentes de los libios tras una revolución sangrienta que ha tenido un final feliz.

Los grafitis no sólo retratan la maldad de Gadafi y los logros de la revolución. También revelan cuáles son algunos de los retos que los libios afrontan en este nuevo capítulo de su historia. Un capítulo en el que, de momento, coexisten el optimismo y la incertidumbre. No es de extrañar que el país esté viviendo lo que una joven libia describe como un "suspiro colectivo".

Mohamed Haghegh, o Mo como le llaman sus amigos, tiene 28 años y estudia ingeniería en la Universidad de Trípoli. Participó en las primeras protestas que pedían el cese de los ataques a los civiles en Bengasi, y durante meses viajó a Túnez para ayudar en el transporte clandestino de panfletos y CD que llamaban a la revolución. Cuando no va a la universidad, se dedica a beber capuchinos con sus amigos y a trabajar de guía para alguno de los periodistas que quedan en la ciudad.

Se muestra orgulloso de las pintadas. Sabe dónde encontrar las mejores de cada barrio y guarda fotos de sus favoritas en el móvil. Para él, los grafitis representan el potencial de los libios que Gadafi no dejó florecer: "Ese tirano (Gadafi) no quería que nadie le quitase protagonismo. Los presentadores de televisión ni siquiera podían decir los nombres de los jugadores de nuestro equipo de fútbol. Pero ahora todo el mundo verá de lo que somos capaces en las artes, los deportes, en todo", dice.

Desprecio e ira hacia el dictador

Al igual que muchos otros libios, este joven no nombra a Gadafi cuando habla de él. El desprecio y la ira que sienten hacia el que se hizo llamar "el guía de la revolución" o "el padre de la nación" es tal que no quieren oír siquiera el sonido de su nombre. Los jóvenes prefieren llamarle despectivamente Bushafshufa o "pelo afro".

Pero en muchas de las pintadas de Gadafi lo que más resalta no son tanto sus rizos como el hecho de que suele estar representado como una rata. El origen de esta representación está en el discurso televisado del 22 de febrero en el que avisaba que buscaría y mataría a los que manifestaban contra él "pulgada por pulgada, casa por casa, callejón por callejón", añadiendo, "yo soy Libia, los que protestan son ratas".

De ese discurso surgió una remezcla con música electrónica titulada 'Zenga, zenga' (callejón por callejón) que llegó a ser un gran éxito en la redes sociales. Cuando, ocho meses más tarde, unos rebeldes encontraron a Gadafi escondido en una alcantarilla en las afueras de su ciudad natal Sirte, a nadie se le escapó la ironía de que el sátrapa que llamó a sus ciudadanos ratas terminase herido e indefenso en una alcantarilla, precisamente como una rata.

En una pintada, un pie pisa una rata enorme con la cabeza de Gadafi, que intenta escapar. El texto de la pintada dice: "Gadafi, rata de ratas de África", parafraseando otro de los ostentosos títulos con el que Gadafi se autoproclamó, "rey de reyes de África". Otras pintadas representan al dictador, o a su hijo Saif al Islam (ahora en manos de los rebeldes), ahorcados o con la estrella de David, aludiendo a la extendida e indocumentada teoría de que la madre de Gadafi era judía.

Al morir en manos de los rebeldes que le encontraron, muchos occidentales reaccionaron a la muerte del dictador exclamando: "¡Si estos (los rebeldes) son igual de bestias que Gadafi!". El joven Mohamed rechaza esa visión y explica que la combinación del sufrimiento de los meses de conflicto y la falta de respeto que Gadafi mostró hacia los libios hizo que unos jóvenes rebeldes no pudiesen resistir la tentación de la venganza.

En el libro 'En el país de los hombres', el escritor libio Hisham Matar retrata con tristeza la Libia de Gadafi: "Un país lleno de hombres con las mejillas magulladas y los pantalones teñidos de orina". De camino a la Universidad de Trípoli, Mohamed Haghegh cuenta cómo cada 7 de abril él y sus compañeros eran obligados a acudir a una aula con una pantalla desde la que escuchaban un largo discurso de Gadafi rememorando la respuesta del régimen a la sublevación estudiantil de ese día en 1976.

A partir de ese año, la universidad pasó a llamarse Universidad de Al Fateh (el Conquistador), y cada 7 de abril se arrestaba o ejecutaba públicamente a estudiantes sospechosos de ser opositores al régimen. Al igual que los libios han recuperado la bandera negra, roja y verde que existió durante los veinte años entre la independencia del país y el golpe de Estado de Gadafi, en 1969, la universidad ha recuperado ahora su nombre original.

Regreso a la universidad

Los estudiantes ya han vuelto a la universidad. A finales del año pasado, aún permanecía cerrada. En la entrada al campus, un joven medio dormido bajo una larga gabardina con un viejo kaláshnikov hacía guardia. Una vez dentro, las fachadas de los edificios estaban impolutas y en sus pasillos se respiraba orden. No había apenas señales de vandalismo ni acumulaciones de basura. Las aulas se mantenían cerradas con sus mesas y pupitres esperando pacientemente. Nada insinuaba ni revolución ni guerra: los estudiantes podrían haber estado de vacaciones.

El campus se había mantenido así gracias al trabajo de estudiantes voluntarios. En las paredes de los patios de la facultad de Medicina –un edificio de los años 60 construido por arquitectos británicos y convertido en una especie de epicentro de las pintadas de la ciudad–, también se guardó cierto orden dando incluso coherencia al conjunto de las obras.

Las pintadas resaltan el carácter inclusivo de la revolución del 17 de febrero (por ser esta la fecha de las protestas del llamado "día de la ira" en Bengasi) y su contexto dentro de la primavera árabe del año pasado. Los pilares del patio sirven para dibujar soldados rebeldes, todos claramente gente común (campesinos, estudiantes, carpinteros, etcétera) que se unió a la revolución. También se ve, por ejemplo, la imagen de una mujer en la que se incluyen las banderas de Túnez y Egipto.

Muchas otras pintadas hacen referencia a la lucha contra el colonialismo, así como a Omar al Mukthar, el héroe nacional libio. Conocido como el León del Desierto por la película del mismo título que protagonizó Anthony Quinn en 1979, Al Mukthar murió linchado por los italianos tras liderar la resistencia contra ellos durante casi 20 años. Su famoso grito "no nos rendiremos: ganaremos o moriremos" ha vuelto a oírse en el litoral libio durante los últimos meses.

Cuatro meses después de la muerte de Gadafi, se ha abierto el debate de qué hacer con las pintadas. Algunos libios consideran que retratan el pasado y que es hora de mirar hacia delante. Para estos, son especialmente preocupantes las que celebran o ensalzan el papel de alguna ciudad o milicia armada en particular.

En dos murales, por ejemplo, varias manos y cuchillos atacan a un Gadafi representado como una gallina y rata. Cada mano o cuchillo lleva el nombre de un barrio de Trípoli. Otra pintada proclama a Fashlun, barrio del oeste del Trípoli, como "la chispa de la revolución". En otra, una calavera con dos cuchillos sirve de logotipo para la milicia. También hay pintadas de milicias de ciudades como Misrata o Zawiya.

En la última etapa del conflicto, Mohamed se unió a la milicia armada Gil Harriya (Generación Libertad) de la ciudad natal de su madre, Misrata, donde se formaron más de cien grupos armados. El joven muestra orgulloso el documento que le identifica como soldado, y una vez por semana recorre los 130 kilómetros entre Trípoli y Misrata para patrullar el barrio del que procede su milicia.

Las milicias de ciudades como Bengasi (donde empezaron las revueltas), Misrata (el frente de batalla durante meses) o Zintan (que tuvo un papel decisivo en la caída final del régimen) reclaman un reconocimiento especial por su papel durante la revolución. Aunque el Consejo Nacional de Transición intenta integrar a sus miembros en las nuevas fuerzas de seguridad libias, nadie quiere entregar las armas hasta que confíen en que su seguridad está garantizada y que sus reivindicaciones tendrán respuesta.

En estos meses, se han sucedido varios incidentes violentos entre milicias que ilustran hasta qué punto son una amenaza para el país. Pero ante este reto y los muchos otros que supone la construcción de una nueva Libia, sus ciudadanos se muestran optimistas y confiados. Como sus pintadas. Aseguran que los sacrificios harán que se superen las diferencias entre ciudades y barrios. Cuando se le pregunta a Mohamed Haghegh por los peligros que debe afrontar Libia, Mohamed mira al extranjero y exclama con orgullo otra consigna de la revolución: "Eres un libio libre, alza tu cabeza".