Va a ser verdad lo que decían en el PP tras el choque a cuatro: los debates los ganan quienes no comparecen. El de la noche del lunes, sin lugar a dudas. A su conclusión, apareció Iglesias en La Sexta, y con unas pocas frases, en tono calmado y distante, se dio el lujo de ofrecer una imagen de hombre de Estado, muy lejos de la que presentaban los predecesores. Por su parte, Rivera comentó la jugada con la visión de un espectador medio, es decir, dando la impresión de estar avergonzado o de haber tenido la tentación de hacer zapping hacia la mitad del debate.

Ninguno de los dos se regodeó en la carnaza, pues no era necesario. Rajoy y Sánchez ya se habían suicidado juntos, de modo que ¿para qué emplear energías en insistir sobre lo que era evidente?

A Rajoy ya lo conocemos bien. No provocó ninguna sorpresa, pues es un político antisorpresas. Pero llama la atención que no estuviera preparado para el ´golpe Bárcenas´, si bien Sánchez estropeó su exposición al rematarla con el adjetivo grueso, lo que facilitó que el presidente adquiriera el papel de víctima y ya todo girara alrededor del insultómetro. La prueba de la inanidad del conjunto del debate es que este episodio ha eclipsado a todo lo demás, incluidas las inconsistencias de Sánchez, de quien llamaba la atención que disponiendo de tanto material para acosar a Rajoy hiciera dos o tres afirmaciones que después, a reclamo de la petición de explicaciones por su oponente, no fuera capaz de desarrollar. Fue patético que Sánchez se quedara en blanco en el argumentario para justificar su acusación de que el Gobierno del PP ha limitado la maternidad. En la tertulia de 7TV, el periodista Javier Adán sintetizó en pocas palabras, de manera sencilla, lo que tal vez Sánchez ´había querido decir´, pero no dijo.

La acusación de ´indecencia´, que tanto impacto pareció causar a Rajoy, estuvo mal traída no ya porque desviara el diálogo sobre la corrupción hacia cuestiones personales sino porque para disparar esos cartuchos es preciso disponer de legitimidad moral. El contexto en que Sánchez dictó la palabra podría implicar también a su partido, afectado por otros casos de corrupción de similar o mayor importancia, que el líder socialista esquivaba cuando eran mencionados por Rajoy. Para atacar en Bárcenas hay que estar preparado para pedir perdón por los Eres, y aceptar responsabilidades políticas, como tampoco es de recibo dar mítines con el presidente de la Diputación de Lugo, imputado por corrupción. El nivel resultó ya totalmente insoportable cuando Sánchez apeló a su sueldo en comparación con el que hace años tenía Rajoy y quedó patente que, sin embargo, ahora cobra más el líder del PSOE que el presidente del Gobierno.

Sin embargo, de este lío obtuvimos la confirmación de que Rajoy no se entera. A la acusación de ´indecencia´ replicó que no ha sido llamado a declarar a ningún juzgado ni ha sido investigado por la Policía, pero Sánchez no fue capaz de explicarle que la ´indecencia´ no es una tipificación judicial ni policial -no hay delito de indecencia política- sino moral. Y que naturalmente, los jefes de los partidos -enfín, no todos- no se manchan personalmente las manos (salvo cuando aceptan sobresueldos en cajas de puros), sino que ´dejan hacer´, procuran no mirar para determinados lados y, en última instancia, protegen a los actores que contribuyen a mantener el tinglado desde el otro lado de la ley.

A los abogados que Bárcenas tuvo en un primer momento les pagaba el partido que preside Rajoy hasta que el juez los echó del caso por utilizar el recurso de la ´acusación particular´ para defender al extesorero. Cabe preguntarse cómo es posible que Bárcenas dispusiera de tanto dinero negro cobrado a los contratistas de las Administraciones si no hubiera políticos, empezando por los del Gobierno central, que otorgan los contratos a esas empresas.

A Rajoy ya lo conocemos bien, pero habíamos empezado a estudiar al líder socialista y lo cierto es que carece de recorrido. Es vacío y simple, como demostró con el jueguecito de cartones que presentaban columnas en azul y rojo elaborados en la sede del PSOE como si ese recurso ofreciera alguna credibilidad. Si Rajoy no fuese un político que se desmonta solo se le habría ido crudo, y la prueba es que Sánchez tuvo que utilizar un petardo grueso para sacarlo del debate, si bien con el riesgo cierto de que la pólvora le estallara en las manos.

El teatrillo presentaba al abuelo Cebolleta tratando de vender que su reforma laboral, consistente en desestructurar el mercado de trabajo para intentar reconstruirlo después en barato y en precario, es la receta ideal para el país que los ciudadanos quieren, y frente a él un joven algo temerario que debe creer en la fortaleza de las siglas a que se acoge sin necesidad de reforzarlas con ideas y que concibe la ilusión de que la nueva sociedad se conforma con recambios que ya se mostraron averiados.

Calamidad por calamidad, sería deseable la vuelta de Zapatero. Al menos tenía ocurrencias graciosas.