Cuando acabó el debate, que vi en los locales de la 7RM, y que debía comentar en una tertulia posterior, el presentador me pidió que les pusiera una nota a los contendientes. Entonces yo, que me he pasado la vida resumiendo - Insuficiente, Suficiente, Notable,...- los conocimientos de mis alumnos, le respondí que no podía, que no tenía claro cómo valorar las actuaciones de Pedro Sánchez y Mariano Rajoy, tal era el grado de confusión que lo que acababa de observar en la pantalla durante dos horas me había producido.

Para comenzar, nada más verlos a los dos en esa mesa, que los situaba cercanos, pero que al final daba miedo que esa cercanía pudiera producir un enganche incluso físico, inmediatamente eché de menos a los otros dos, los emergentes Pablo Iglesias y Albert Rivera, porque me era imposible obviar que son cuatro y no dos los que pueden optar al puesto de presidentes del Gobierno. Ese debate, por lo tanto, era un espejismo. Necesitaba yo en ese momento saber qué habrían dicho ellos cuando se hablaba de economía, de empleo, de recortes, etc. Realmente creo que la exigencia de Rajoy de debatir solo con Sánchez sirvió realmente para que los ciudadanos pensáramos que allí faltaba alguien, que éste no era el debate que queríamos ver porque no reflejaba la realidad política española de este momento histórico.

Cuando comenzó la cosa, ya vimos por dónde iban a ir los tiros. Sánchez, en plan ametralladora, disparaba desde todos los ángulos posibles contra un Rajoy que no respondía a lo que se le decía, sino que largaba párrafos previamente aprendidos para defender su gestión, sobre todo en lo económico, mostrándose nervioso e inseguro. Para el espectador el asunto estaba en ver qué pesaba más, si las acusaciones de uno o los éxitos que degranaba el otro. En mí, claramente hacía más mella el recuerdo de todo lo que hemos vivido en estos años de crisis y estuve más de acuerdo con las miserias que enumeraba Sánchez que con las esperanzas de Rajoy. No me gustó la forma de presentar esas miserias del socialista, porque eran demasiadas y todas seguidas, y creo que mejoraba mucho su actuación cuando, con tranquilidad, entraba en una de ellas, la explicaba con datos y cifras, y podías sentirte identificado con ellas, porque tú, o alguien cercano a ti, efectivamente las había sufrido.

El momento que todos comentan, el de los insultos, fue sin duda lo peor de la noche. A mi juicio, lo que lo provoca: las cifras del dinero que se sacaba al año Rajoy cuando era líder de la oposición, 240.000 euros al año (está claro que tenía otros ingresos como presidente del PP u otras cuestiones), y lo que ha ganado Sánchez, 88.000, eran lo suficientemente sorprendentes e interesantes para los espectadores como para no tener que añadir un insulto personal diciéndole a Rajoy que no era una persona decente. La reacción del presidente, con palabras tan malsonantes como «ruin» y «miserable» llevaron el debate a un punto que a mí, al menos, me produjo ganas de levantarme y largarme dejándolos allí con sus peleas. Se supone que ambos contendientes actuaban como portavoces de los que los votan y los siguen, y con la intención de mover a los indecisos a que se decidan por uno de ellos. Esta parte del debate creo yo que no consiguió ninguno de los dos objetivos. Es más, pienso que, al verlos en ese plan, más de uno pensó: «Se acabaron mis dudas. A ninguno de los dos voy a votarlos».

Tratando de hacer una síntesis, diría que, a la hora de imaginarme a uno de los dos como presidente del Gobierno, quizás vea más a Pedro Sánchez que a Rajoy. Quizás si hubiera mandado a Soraya Sáez de Santamaría no opinaría igual, pero con él delante, no quiero pensar que esa persona pudiera seguir gobernando. Sánchez, Rivera o Iglesias. O algún otro del PP. Pero no Rajoy.