Las musas de la memoria residen en un hueco de nuestro cerebro como presagio de vida eterna. Amanecemos cada día como un sol que se resiste a morir, en una batalla permanente contra el olvido, atesorando recuerdos con los que perpetuar la historia y alcanzar la inmortalidad.

En ese recuerdo va la nieta cogida de la mano de su abuela paseando por aquellos caminitos blancos, de un campo fértil, teñido de colores que van del blanco al amarillo, del amarillo al verde, del verde al marrón oscuro. Caminan escoltadas por almendros, palmeras y olivos. De tomillo, romero e hinojo perfuman sus manos. Las piedras hacen rodar sus pies. ¡Piteras que se alzan como lanzas, saludando a estas dos bellas damas! Mientras, abuela y nieta, contemplan como el viejo astro es engullido por la noche para dar paso a un cielo de constelaciones radiantes. Es el ocaso que rompe el silencio, con este sencillo diálogo:

— ¡Abuela!

— ¡Nieta!

— ¿Dónde viven las diosas de la memoria?

— Nieta, menuda pregunta me haces... ¡Uhm! ¡Déjame que piense!

Cuenta una leyenda que las diosas habitan en ese cielo preñado de estrellas o en algún lugar de nuestro pensamiento, que eran las nueve hijas de Zeus y que entre ellas hay una que se llama Mnemosina. La diosa de la memoria que inspira a mujeres y hombres en disciplinas tan admirables como la poesía, el teatro, la filosofía, la historia, las bellas artes, la música, la retórica, la astronomía y la danza.

Mnemosina es mi nana, ella es la diosa que me canta, me recita al oído y me pone a cavilar para que no olvide mis raíces, para que beba del conocimiento que otros dejaron o dejan como huellas que se impregnan a nuestra piel y activan nuestras neuronas como fuente de inspiración.

La poeta oral cedió el testigo a su nieta para que, con palabras que suenan a música celestial, inmortalizara momentos con los que alimentar el baúl de los recuerdos de su vida, de otras vidas, que caminan juntas o separadas por una tierra que es madre efímera, que siempre intenta protegerte de todo mal, pero que no podrá evitar jamás nuestra muerte ni la suya propia. Mas la esperanza de la inmortalidad reside en esas musas que nos perpetuaran por siempre jamás en la luz del recuerdo que nos devuelve a la vida.

Un tiempo de silencio precede a un espacio de palabras con las que llenar de sentido un mundo vacío y hueco, un universo tan grande y a su vez tan pequeño. De la mano de Mnemosina, adornada de ababoles rojos, vienen a la mente de la nieta los recuerdos de una infancia que no volverá pero que siempre tiene presente.

Recuerda a su amada serrana, mujer menuda que pintaba canas, de frágil cuerpo pero de una fortaleza y rebeldía de espíritu singular, que pelaba los higos de pala a dos manos, y que sólo podía salir de la sierra, del lugar en el que habitan los hurones y el ´Tío Saín´, donde el esparto crece y amamanta de alimento a sus tiernos infantes, descendencia sacrificada a un tiempo de guerras e injusticias que sobrevivió con ´memorias´ que no debemos olvidar para no repetir una trágica historia.

A lo lejos, divisa a una alondra viajera que quiere huir como sea de Gea, la diosa protectora, pero no puede€ La tierra sufre pensando en su ave voladora, siente alivio si su hija pone sus patitas en la tierra o en lo alto de una rama, no quiere que vuele pero vuela, qué remedio. Ella es un pájaro libre, pero consciente de que es imposible escapar de la madre naturaleza porque es manantial de vida y refugio último de la muerte.

Ahora, bucea en un mar nuestro plagado de vestigios de tiempos pretéritos y se encuentra con una caracola que mira a la luna, una caracola lunática, que dio sentido a sus sueños como mentora que le guía a la conquista de los mismos sin renunciar a ellos.

En sus manos reposa un libro utópico que lee a una ´principita´, un bebé que nació al abrigo de la sonrisa de Da Vinci, y que pregunta como niña que es, y que desea saciar su curiosidad, pues todo le queda por apreder€ Ella es nuestra esperanza para un futuro mejor, la princesa guerrera que conquistará los sueños que a los demás nos quedaron por alcanzar. No ceses de luchar, princesa, de trabajar cada día por ser feliz y hacer sonreír a los demás. Eres nuestra heredera, y aunque serán muchos los triunfos también habrá derrotas, por cada herida aprenderás que no es fácil la gloria. Camina y, como dijo el poeta, haz camino al andar y recuerda que en tu andadura siempre estará tu amona (la yaya). Ella es tu diosa de la memoria, que te recordará que hay espinas que hacen sangrar las manos y cubren de lágrimas nuestro rostro, pero que también hay recompensas con las que coronar nuestra cabeza de laureles y amapolas, con las que sentir el aplauso de aquellos que te harán vibrar en la victoria.