Escritor exquisito y culto, gran irónico, Almeida Faria ha conocido una suerte dispar en España. Es cierto que dos de sus obras más importantes, El conquistador y Lusitania, vieron la luz en editoriales como Tusquets y Alfaguara, respectivamente, pero su nombre dirá poco o nada al lector contemporáneo.

Por ello la aparición en La Umbría y la Solana de Los paseos del soñador solitario, texto redactado en 1982, puede servir para redescubrir la escritura del autor alentejano, goce que conviene apreciar en lo que vale, pues hablamos de un narrador singularísimo. En realidad, Los paseos del soñador solitario consta de dos piezas, la que da título al volumen y una segunda titulada Vanitas. 51, avenue d'Iéna, que ya Trea rescató en 2009 con traducción de Antonio Sáez Delgado, quien firma, asimismo, las entregas del presente libro.

La publicación de la editorial gijonesa añadía la reproducción del tríptico homónimo de Paula Rego, que La Umbría y la Solana se ahorra, pero ello no resta encanto a esta renovada oportunidad de admirar tan intrigante pieza. El valor añadido proviene aquí de la decisión de aunar los dos textos en una única entrega, pues en realidad ambos beben de idéntica fuente: la fascinación del escritor ante la obra pictórica y la interpretación de esta mediante el expediente de una ficción tan libérrima como fecunda.

Los textos comparten, asimismo, las ideas tan socorridas como fascinantes de la reencarnación de los cuerpos y de la transmigración de las almas, contempladas desde ámbitos muy dispares. Si en Los paseos del soñador solitario son una Nueva York hermética y las manifestaciones animales de uno de los hijos que el ínclito Jean-Jacques Rousseau abandonó en la inclusa los que sirven a Almeida Faria para narrar un episodio deambulatorio por los Campos Elíseos de la conciencia, en el caso de Vanitas son la vivienda parisina del multimillonario y benefactor Calouste Gulbekian, y el propio y resucitado filántropo, el escenario y el personaje del que el autor portugués se vale para urdir, en torno a la belleza de determinadas representaciones pictóricas (Fantin-Latour, Ghirlandaio, Rembrandt), una reflexión a propósito de la precariedad de lo vivo. Vida y muerte operan en estas piezas como umbrales confusos, aduanas permeables cuyos protagonistas cruzan con impunidad, sin pagar otro peaje que la credulidad del oyente, gustosamente atento a lo que sus interlocutores quieran contar, siquiera sea por la vampírica tentación de más tarde poder apadrinar una historia.

El carácter de fábula de los dos fragmentos, que poseen un aura onírica evidente, no resta eficacia a su mensaje, teñido de un humor seductor en el primer caso, en el cual incluso cabe el apunte sociológico (los punks en la década de los años 80, el mítico Chelsea Hotel de Warhol y Cía.), y de una innegable melancolía en el segundo, pues el narrador nocturno, no en vano, habla nada menos que desde la eternidad, esa resbaladiza instancia que, como sugeriría el muy alegórico Kierkegaard, no es otra cosa que la verdadera repetición.