Hay una idea, oculta en algún rincón del desorden de mi cabeza, ni yo mismo soy capaz de encontrarla, es un mero pegote de barro, falto de un molde por el cual tomar forma.

¿Alguna vez has sentido la vorágine de pensamientos alimentados por la divina inspiración? Ese momento en el cual todas aquellas perdidas ideas, habidas y por haber, se unen al caótico torbellino, tornándose en una masa indescifrable deseosa de convertirse en arte.

Esos instantes previos, en los cuales no logras entender ni tus propios conceptos, donde la locura nos domina por completo y crea y destruye millones de obras en milésimas de segundos, como si del fulgor del rayo se tratara, dejando un mero recuerdo borroso como un sueño de madrugada...

La lógica pretendiendo anudar la demencia, la razón intentando dar forma a la idea. El reto imposible de dominar, la bestia feroz, incontrolable, salvaje y desobediente que muerde una y otra vez la mano que la intenta subyugar. No hay látigo que logre romper su espíritu, no hay dolor que la empuje a inclinar la cabeza, no hay poeta que domine la poesía... Pero sí poesía que domine al poeta.

Si, yo conozco muy bien esa sensación, la gran antítesis del artista, el odio por ser incapaz de moldear la idea y a la vez el amor al reto que se nos presenta.

Muerdo la pluma, y este acto tan trivial me ayuda a condensar el flujo de mis pensamientos, intentando ordenar la locura junto a la cordura en su justa medida, sintetizando de la mejor forma posible esta fórmula en una obra.

Muerdo la pluma y golpeo sin piedad a la bestia que crece en mis entrañas, descontrolada, salvaje, sin yugo a la que atar. Imposible de dominar por el hombre, sin antes dejarse dominar por ella...

La bestia golpea, aumenta su agresividad, desgarra el alma con sus afiladas cuchillas que tiene de manos, muerde el corazón, dejando impresa la sensación de un poderoso choque eléctrico en el pecho, su cola se agita, forma un huracán en tu interior.

Muerdo la pluma y como capitán sobre tormenta, permanezco en posición inquebrantable ante el tifón, cual viejo lobo de mar lleno de cicatrices en mi piel, no ha habido bestia capaz de hundirme aún y no la habrá.

Disparo el arpón, la metálica punta apunta hacia la criatura, su piel se abre ante el veneno negro que ponzoña el extremo, aquel mar bravo, de olas titánicas capaces de hundir mi navío, se inclina ante mí. La bestia se hunde, deja la superficie en calma mientras dibuja con su sangre las palabras que necesito.

No le doy tregua, no permito que se hunda. Tiro de ella, con todas mis fuerzas. Hemos tenido una batalla y la he ganado yo. El artista contra la inspiración. La razón contra la locura.

Frente a aquel mar blanco en calma, obtengo mi trofeo. Tras la ardua batalla quedan impresos los versos, el cadáver putrefacto de la bestia. Mi regocijo, mi perdición.

Muerdo la pluma... y es entonces cuando me doy cuenta que es ella la que me muerde a mí.