El faro ha visto muchos veleros. Igual que mariposas blancas, suceden ante su presencia muchos días. Todos se van. Navegan ante su mirada de cíclope chico, que señala el borde de la mar. Los barcos no tienen ojos, así, tan claramente como los faros. Pero intuyen la costa. Únicamente les interesan los puertos. Un faro que navegase (los hay) sería un oxímoron vivo. Y una vela anclada en tierra, lo mismo. Pero el velero ama su libertad. No se cambiaría. Intuimos que el faro sí. Creemos que la libertad y el azar son superiores al anclaje, a la seguridad de tener unas raíces profundas, seguras. El faro no sabe lo que es naufragar. El velero puede saberlo. Pero, además, ha podido ver naufragios. Todas las costas tienen pecios. Y muy antiguos algunos. Hay muchos veleros hundidos, perdidos en la noche oscura de los fondos. Y hay faros destruidos. U olvidados. Nada saben uno del otro. O muy poco. Se cruza el velero con el faro, y apenas se dicen adiós. Apenas. El viento los une, y lleva los pensamientos de uno a otro. Y de otro a uno. Juntos, dan una impronta bella al paisaje de estío. Como en un cuadro de Hockney. Amable soledad de sol con figurantes.