Una de las imágenes que durante mi infancia debió clavarse en mi retina es la de nuestras calles cubiertas por un manto de hojarasca; ocurre cada mes de mayo en la ciudad donde nací, Murcia. Podría decir que para mí la esencia de Murcia es lila. Alegre, soleada, acogedora€ y lila. Hasta imagino así la vida en el más allá y pienso que mi abuela está nadando como a ella le gustaba, en el Mar Menor, que yo veo completamente lila.

La casualidad hizo que yo naciese como ella, en el mes de mayo. Desde niña, me encantaban los caramelos que ella me traía de Madrid; aquellas cajitas de lilas que guardaba celosamente como un pequeño tesoro. Y en Viernes Santo tuve y sigo teniendo la dicha de disfrutar de la magnífica obra de Salzillo, a hombros de nuestros orgullosos y sacrificados nazarenos, cómo no, vestidos con sus maravillosas túnicas de color lila.

Si saco a pasear mis recuerdos infantiles tengo que detenerme en el barrio de Santa María de Gracia. Allí está la casa de mi otra abuela, la paterna. Fue donde se crió mi padre. Y donde pudo suceder, o no, una bonita historia que, pensándolo bien, quizá sólo he soñado.

Posiblemente, sería dentro de ese sueño donde conocí a un niño de unos doce años, Andrés, de cabello rubio, complexión delgada y mirada tímida. Tal era su carácter introvertido que su propia sombra le imponía y su voz parecía pedir permiso a su garganta antes de cada monosílabo que se atrevía a pronunciar.

Solía sentarse en el suelo de la plaza, algo alejado de la zona de juegos de un grupo de chicos, más o menos de su edad, que jugaban al fútbol y a los que observaba detenidamente. Se sentía empequeñecido frente a aquellos chavales extrovertidos y traviesos, tan alegres, a los que admiraba.

Yo estaba sentada en un banco de la plaza y me entretenía con la escena durante las pequeñas pausas que hacía de mi lectura. Así fue como me di cuenta de lo mucho que le gustaba el fútbol a Andrés. A pesar de su enorme timidez, jaleaba los goles con gran ilusión y tras cada jugada polémica hacía muecas y gestos elocuentes. Aunque su posición era alejada su pasión por ese deporte se le escapaba por los poros y llegaba hasta mí.

En el descanso del partido le veía charlar con una anciana vagabunda que estaba rodeada de palomas, a las que alimentaba con indudable ternura. Sacaba trozos de pan de los bolsillos de su delantal e iba partiéndolos tranquilamente y distribuyendo las migajas para que todas ellas pudieran comer. A veces, Andrés la ayudaba. Los demás niños reían a carcajadas y bebían agua de la fuente, sin prestarles ninguna atención.

Yo me preguntaba por qué Andrés nunca jugaba con ellos, ya que el fútbol parecía gustarle mucho. Un día se acercó a mí y, tras hacer un considerable esfuerzo por hablar, me consultó la hora. Tras contestarle le dije:

— Chaval€ ¿por qué no juegas con ellos?

— Jugué una vez —dijo él— Pero hice el ridículo y, además, colé el balón encima de un tejado. Se enfadaron muchísimo y no me han vuelto a decir que juegue con ellos.

— ¿Cuándo ocurrió tal cosa?

— En otoño pasado. — Y se marchó tan cabizbajo que me pareció que el suelo se lo tragaba.

No me gustó el comportamiento de aquellos niños. A mi parecer, Andrés merecía una oportunidad y estaba segura de que estaban perdiéndose una bonita amistad. La tarde siguiente volví al mismo lugar con un balón y se lo regalé. Después le sugerí a los chicos que jugasen con Andrés y su balón nuevo. No tuve que insistir demasiado, no despegaban sus ojos de aquel balón. Me pareció que era un deseo compartido comenzar a darle patadas.

Siempre recordaré la sonrisa ilusionada de Andrés. La señora de las palomas, -así la llamaba todo el mundo- le dijo:

— ¡Adelante, demuéstrales cuánto entiendes de fútbol! ¡Muéstrales la pasión que llevas dentro! No pienses en nada más, Andrés, sólo disfruta y cumple por fin tu sueño. — Le miró con especial ternura.

— ¿Usted ha cumplido los suyos? —le increpó uno de los chicos con arrogancia y desprecio.

— Tú que sabrás, jovencito. Quizá yo sea más feliz que tú, a veces las apariencias engañan. Mi consejo es que persigas tus propios sueños.

El muchacho se quedó pensativo pero enseguida volvió a clavar sus ojos en el balón nuevo de Andrés. Comenzaron a jugar. No sé cómo ocurrió, pero en diez minutos de juego todo cambió. Andrés comenzó regateando bien, dando buenos pases y finalmente marcando dos goles de ensueño. Los chavales estaban atónitos. El mismo Andrés no daba crédito y me miraba agradecido. Me di cuenta de que su mirada buscaba a la señora de las palomas pero ella ya no estaba allí. Su alegría se volvió decepción y quiso retirarse del partido. Los otros chicos no estaban dispuestos a prescindir de aquel balón nuevo, pero además, sentían curiosidad por seguir jugando con Andrés. Ahora lo hacía bien y les apetecía que continuase en el terreno de juego.

— No te vayas —le dijeron— Ahora no.

— Volveré mañana —dijo él— Como ayer y antes de ayer y los días anteriores. Siempre estuve aquí pero no notábais mi presencia.

Se quedaron extrañados mirando cómo se alejaba bajo un cielo de tonos cobrizos. Me sorprendió la personalidad de aquel muchacho y me alegré de la lección que les daba.

La tarde siguiente volví. No quería perderme qué ocurriría con Andrés, los chicos de la plaza y la señora de las palomas.

Llegué pronto y sólo estaba ella, salía de la parroquia. Me acerqué y le conté lo sucedido. Ella me miró bondadosa y pronunció estas palabras:

— ¡Qué pena que no se me ocurriese a mí antes! Fue una magnífica idea lo de regalarle un balón y sugerir a los chicos que jugasen con Andrés. ¡Me alegré tanto al verle jugar tan bien y meter aquellos goles!

— ¡Ah! Pero entonces€¿usted lo sabía? —pregunté sorprendida— ¿ lo vio todo? Yo no la vi a usted, ni Andrés tampoco. Me di cuenta de que él buscaba su aprobación y, al no encontrarla, dejó el juego bastante decepcionado. Se fue triste€ y los chicos no entendían nada€ ¿dónde estaba usted? ¿desde dónde lo vio? —preguntaba yo a aquella solitaria anciana que me observaba perpleja.

— No puedo decírtelo, lo siento —dijo triste.

Enseguida comenzaron a llegar los chavales. Se saludaron y sus miradas buscaban a Andrés. Llegó sólo como siempre y sin su balón. Se miraron entre ellos. De pronto uno de ellos exclamó:

— ¿Y tú balón?

— Mañana lo traeré. Ayer jugasteis conmigo por mi balón. Hoy me gustaría que lo hicieseis por mi —dijo tranquilo y seguro.

— Vale —dijeron al unísono.

Antes de comenzar a jugar Andrés miró a la señora de las palomas y le dijo:

— Esta vez no se marche tan pronto...

— Andrés, ayer te vi y disfruté viendo tu juego. Sobre todo me alegré de verte feliz. — Las palomas la rodearon.

El chico se quedó muy sorprendido por sus palabras y comenzó el partido. Se lo pasaron en grande. Andrés demostraba mucha complicidad con algunos de ellos, especialmente con Jorge, el goleador habitual. Ambos metieron varios goles haciendo ganar a su equipo.

Los otros chicos le daban palmadas en la espalda y le sonreían. Andrés era otro, desenvuelto, feliz. En el descanso conversó con ellos y reían con sus ocurrencias. La señora de las palomas y yo cruzamos una mirada de complacencia. Observé que Andrés se dirigió a ella y le dijo:

— Sus palabras han cambiado mi vida. Me regaló confianza en mi mismo; nunca lo olvidaré.

Y girándose hacia a mí exclamó:

— Gracias a usted por el balón. Sin él nunca hubiera vuelto a jugar. — Y volvió con los chicos.

El partido terminó y ambos equipos estaban contentos. Hubo bastantes goles por las dos partes, así que todos quedaron satisfechos.

Cuando quise darme cuenta, la señora de las palomas ya no estaba. Había desaparecido misteriosamente y las palomas, poco a poco, estaban abandonando el lugar. Los chicos se despidieron y se iban marchando mientras comenzaba a anochecer. No se porqué decidí quedarme un rato más.

Comenzaba a refrescar cuando empezaron a llegar grupos de personas que se disponían a entrar en la parroquia: misa de ocho.

Estaba cerrando mi libro cuando se me acercó una señora muy elegante. Caminaba con un bonito bastón, tenía mucha clase. Embriagándome con su perfume me susurró:

— Buenas tardes, ¿Ve usted aquellas persianas rojas? Es mi casa. Soy la viuda del capitán Medina, hija de Don Federico Gutiérrez de la Espada. Desde allí pude ver jugar a Andrés. Desde niña me gustaron las palomas y mi sueño era estar en esta plaza rodeada de ellas. Estoy segura de que usted podrá guardar mi secreto. — Y se dirigió con sigilo hasta la concurrida iglesia, al son del repique de campanas, donde mi mirada la perdió de vista.

Desde entonces, este sueño se ha repetido. Y no puedo pasar por Santa María de Gracia sin detenerme en el mismo banco, sin alzar la vista hacia la casa de las persianas rojas, sin acordarme de aquellas entrañables tardes de lectura y partidos de fútbol, y sin llegar a la conclusión de que todos debemos luchar por nuestros sueños, como la señora de las palomas, como el pequeño Andrés. Porque nada sucederá si antes no lo soñamos.