La abuela de Marcos tenía un canario aprisionado en una jaula primorosa, llena de arabescos, donde ella suponía que el pájaro se sentía tan a gusto. Era blanco, saltarín y divertido, la abuela lo llamaba don Giovanni. Yo imaginaba sus patas fuertes y musculosas, porque pasaba el día saltando de uno a otro entre los tres palos que tenía en su jaula, sin detenerse un instante. Pensaba que, con aquellas extremidades, debía ser el canario mas forzudo del mundo aunque nadie, aparte de mí, se lo notara.

La abuela de Marcos trataba a don Giovanni como si fuera una persona, le limpiaba su habitáculo cada dos o tres días, le reponía la comida y el agua, y hacia las doce, después de que anunciaran por la radio el ángelus, le colocaba una bañerita con agua en la puerta de la jaula, situaba esta bajo el sol que entraba por la cristalera del balcón, y aguardaba con paciencia a que don Giovanni hiciera todas sus abluciones salpicando el mantel de la mesa de camilla, sobre la que la abuela de Marcos había colocado un papel de periódico. Le vigilaba las uñas y cuando consideraba que las tenía demasiado largas, comisionaba a Marcos para que se las cortara con unas tijeras curvadas que conservaba de sus tiempos de bordadora. Ella -decía- ya no tenía la vista como antes.

Le hablaba a D. Giovanni convencida de que el pájaro la entendía.

—Don Giovanni no salpiques que lo pones todo perdido, don Giovanni cómete la hojita de lechuga que te ha traído Berta, don Giovanni canta un ratito que me entretenga, don Giovanni estate quieto que Marcos tiene que cortarte las uñas.

Y don Giovanni saltaba alborozado entre sus tres palitos, se sacudía el agua que se le había quedado en las plumas, metía la cabeza en el comedero para pelar un grano de alpiste y parecía que de verdad comprendiera lo que la abuela le decía. Los jueves, que era día de mercado, la anciana enviaba a Berta por un par de hojas de lechuga que le iba dosificando hasta que se ponían mustias. Don Giovanni picoteaba la lechuga la mar de contento hasta que el pico se le ponía verde y tenía que restregarlo concienzudamente contra el palo para dejarlo limpio. Don Giovanni nunca se lo dijo a la abuela, pero lo que más le gustaba eran las hojas de verdolaga que Marcos le proporcionaba de la finca de sus padres. La lechuga de Berta no estaba mal, pero como la verdolaga, no. La verdolaga era fresca y jugosa, tenía sabores desconocidos que a don Giovanni le traían a la memoria el recuerdo ancestral de sus antepasados que un día fueron libres.

La abuela de Marcos no andaba. La recuerdo sentada en un sillón delante de una amplia cristalera. Su pasatiempo favorito era observar a la gente que desfilaba por la calle, ajena a su mirada penetrante. Conocía a todos los que pasaban bajo su mirador y sabía sus horarios. Su memoria era un archivo inacabable; la mujer del notario pasaba siempre un poco antes de la misa de diez, con el devocionario apretado contra el pecho y el rosario envolviendo la muñeca; la muchacha de alguna casa cercana iba a la compra con su lechera en una mano y una cesta de mimbre con dos tapas colgada del brazo; el señor viudo del estanco paseaba al caer la tarde un perrillo gordo y asmático tocado con una mantita a cuadros escoceses, deteniéndose con paciencia para que orinara en cada una de las farolas de la plaza; los barrenderos regaban todos los días, hacia la una, moviendo gran estruendo y dificultando el paso de los peatones a los que salpicaban en cuanto tuvieran un descuido. A esa hora, don Giovanni ya se había secado por completo las plumas, había terminando con su porción de lechuga, o de verdolaga si había suerte, y se había afilado el pico contra el palitroque de la jaula. Y así cada día de cada mes, de cada año.

La abuela de Marcos había tenido parálisis infantil a los cinco o seis años y ya nunca pudo andar, a pesar de que la habían hecho no sé cuantas operaciones. A duras penas daba los pasos suficientes para moverse por la casa apoyada en un sillón de caña de manila que arrastraba penosamente con un ruido que ponía los pelos de punta a los vecinos. Marcos, de vez en cuando, le tomaba el pelo.

—¿Abuela, que te pasa en las piernas?,

—Que tengo parálisis infantil.

—Pero ¿Qué edad tienes, abuela?

—Eso no se pregunta a una señora.

La abuela había cumplido los ochenta hacía ya unos cuantos, pero no quería decir el número.

—Pero entonces, abuela, con los años que tienes, ¿Cómo va a ser parálisis infantil? Será parálisis viejil.

La abuela se reía del chiste, como si fuera la primera vez que lo escuchaba.

Y sí, desde luego, la abuela de Marcos había tenido parálisis infantil. Un microbio que se colaba por la boca de los niños. Así, decía ella, y apuntaba con sus dedos juntos a la boca abierta como si se los fuera a tragar.

—Me entró por la boca y se me murieron las piernas.

No se le murieron, pero se le quedaron como dos trapos mojados y retorcidos, para siempre.

—Y eso que me operaron, me abrieron las piernas desde la ingle al tobillo.

Nosotros imaginábamos, con la fantasía desbordante de los once años, aquellas piernas siempre ocultas por las faldas de la mesa de camilla, sanguinolentas, abiertas en canal mientras los médicos hurgaban intentando atrapar el misterio de la inmovilidad.

—Y luego me pusieron una especie de hierros articulados recubiertos de badana para que hicieran el trabajo que no podían hacer las piernas, me hacían mucho daño y no sirvieron para nada.

Imaginábamos aquellos hierros terribles como si fueran los elementos de tortura que habíamos visto en las películas.

—Gracias a ellos pude ir a la boda de Alfonso XIII, a la que habían invitado a mi padre, que era Grande de España. Sentada en la mesa, con las piernas tapadas por el amplio miriñaque, disfruté como las otras señoritas que asistían a la boda real. Tuve que decir que no a los chicos que me solicitaron baile, que fueron muchos. Nunca lamenté bastante tener que pasar por una engreída, cuando solamente era una chica coja.

La abuela de Marcos, le cuenta una y otra vez sus recuerdos a don Giovanni; y el canario, le contesta gorjeando tan alto como puede y se la queda mirando con la cabeza un poco inclinada, prestándole toda su atención, como si la entendiera.