El velerito se va de Cartagena. Viento terral lo empuja, mar adentro. El globo se infla gozoso, a punto de salir de la profunda rada que Andrea Doria gloriara en tiempos del César Carlos: «Los tres mejores puertos del mundo son: Julio, Agosto y Cartagena». Atinado el genovés. Acaso al timón de esta nave, misteriosamente, haya vuelto para comprobar su designio sobre el Puerto de Asdrúbal. Mar adelante, navega el velerito, en un mediodía primaveral que preludia estío. El mar, o la mar, contempla la gallardía hermosa del globo, que le copia azules, hermanos de los blancos de los acuosos reflejos. Hay silencio a bordo. El viento hincha la vela con sordo rumor de gozo. Y la leve espuma, sorollesca pincelada parece tan solo, bajo la amura de babor. Ay, la espuma, que no alcanza a la estela, hermana de singladura. De semejante manera, partió el insigne Cervantes del mismo puerto al que los de Cartago dieron nombre. Dos de ellas, en la vida real de su carne viva. Otra, en la más real todavía de su vida literaria. Cuando, buscando rumbo al Parnaso, salió del puerto con la mejor tripulación de poetas que en su existencia de hombre conociera.