Revisó concienzudamente su equipaje. Los pertrechos estaban bien colocados, cualquier contingencia quedaba perfectamente anticipada. Era, en definitiva, la acción lógica para una persona meticulosa y previsora.

El atuendo era el apropiado: cómodo, como corresponde a una larga travesía de esas características, resistente y, sin embargo, con una cierta apariencia que le hacía sentir elegante e incluso un tanto intrépido. Tenía abrigo, impermeabilizante y sombrero.

El calzado era de un tejido de nueva generación, adaptable, elástico, transpirable, anti deformable y ultra resistente a los impactos y desgarrones provocados por travesías en cualquier tipo de terreno. Cubría convenientemente los tobillos para evitar torceduras, proporcionaba una adecuada temperatura y tenía un índice de absorción de impactos de 1/0'7, devolviendo casi un 60% de la energía aplicada a cada pisada. Una genialidad de la tecnología moderna.

El equipaje era perfecto. En manejables bolsas y mochilas, perfectamente acoplables a todos los accesorios y enganches que pululaban por toda la superficie de su vestimenta. Por supuesto, de última generación también, totalmente modulares y compatibles entre sí. En un momento dado, la conjunción del impermeable, con dos de las mochilas y el forro interior de una de las bolsas, daba como resultado (convenientemente montada) una tienda de vivac de modo ´igloo´ que se acababa de completar con las varas de camino en forma de bastones de esquí.

El botiquín, el reloj, la brújula, los libros de bolsillo, el GPS, el móvil, el cargador solar, el iPod, la ropa de repuesto, mudas, alimentos hipercalóricos... un largo etcétera de material, ropa y accesorios, cubrían al menos varias hojas de comprobación en su libreta Moleskine, la que llevaba junto al bolígrafo pilot y las gafas de repuesto en su bandolera.

Después de varias horas de comprobaciones decidió comenzar a andar.

Tres horas después, abandonó la primera mochila. El saco de dormir de goretex, las botas de repuesto, la cantimplora y el sistema de decantación y destilación le parecieron insufriblemente pesados y totalmente prescindibles.

Cinco horas más tarde se dio cuenta de que de nada servían el móvil, el cargador solar, el ipod y el GPS. Ningún satélite parecía sobrevolar ese cuadrante, a pesar de que el cielo era inclemente en su vasta claridad y el sol no daba tregua de ningún tipo. Allí jamás iría ningún instalador de telefonía. De manera que borró la memoria de cada aparato, rompió la sim del móvil y los abandonó. Más tarde pensó que, salvo que los lagartos supieran introducir un código PIN, esa acción también sobraba.

A la sexta hora, al tratar de realizar su primera comida, abandonó la bombona de gas, la miniplancha, el farol candente, el destilador de emergencia y dios sabe cuantas cosas más, además de una de las 3 mantas de repuesto, las almohadas cervicales y los dos pares de pantalones de reserva. Le importaba una mierda tener sucia la ropa, es más, comenzaba a gustarle.

Por la noche tiró todos los aparatos eléctricos que le quedaban, incluso la linterna de dinamo. Quería ver la Vía Láctea y le dolía cualquier brillo que superara el de las luciérnagas que parecían llover hacia el cielo.

A la mañana siguiente, le quedaba tan sólo el pantalón de bolsillos más ligero, las zapatillas de lona y goma, una camiseta sencilla que formaba parte del vestuario para playa, un bloc de notas y un lapicero. La cantimplora pendía del asa, colgada a su cintura.

Unas pocas horas después ya pudo ver en el horizonte la línea azul, tenue, del mar y comenzó a notar su húmeda presencia en la piel. En los siguientes kilómetros, se despojó de la camiseta que, sucia y mugrienta, le impedía disfrutar de la brisa, y se quitó los pantalones que, de tanto paso, se habían convertido en una fricción insoportable, además de inútiles con todos esos bolsillos. La cantimplora, vacía y pesada, cayó unos metros después.

Para cuando el suelo comenzó a hacerse arena, decidió que quería sentirla corriendo entre sus dedos, de modo que se descalzó y abandonó las zapatillas y los calcetines.

Poco después entendió que en esa tan franca humanidad, el calzoncillo era más ridículo que otra cosa. Con él puesto como única prenda se sentía desnudo, de modo que se lo quitó. Entonces se sintió simplemente natural.

Caminó los cientos de metros que le separaban de la orilla, de la cual llevaba ya mucho tiempo escuchando su oleaje, con la sonrisa y la llaneza puestas por bandera, el pelo largo, enredado, sucio pero vivo y franco, los hombros tostados y la piel perlada de la humedad y el sudor.

Cuando estaba lo suficientemente cerca, la vio. Le esperaba, a tan solo unos metros del agua. Llevaba un vestido de gasa blanca que no ocultaba su total desnudez. Sonreía. Le sonreía a él.

Terminó de recorrer con calma y seguridad los últimos pasos que les separaban.

- Al fin has llegado- dijo ella, y le besó con ternura y con el amor de años y años, y años.