Ya hacía doce años de la tragedia y madre e hijo, Georgina y Jorge, habían establecido la costumbre de ir al cementerio todos los años, el día antes de Todos los Santos, a visitar en el panteón familiar la tumba del marido y padre. Jorge no lo hacía especialmente para recordar al difunto, sino para acompañar a la viva. Los dos tenían asumida la rutina. Georgina se encargaba de que su asistenta tuviera limpio el panteón para cuando llegaran. Dejaban el coche fuera del cementerio y compraban las flores para el padre difunto, claveles blancos que en vida eran su pasión, algunas rosas para la abuela y un ramo de flores variadas para el resto de los que estaban allí enterrados, a los cuales ya pocos recordaban. Con paso vacilante, a causa del mal estado de las piernas de Georgina, se dirigían a su cometido. El panteón familiar estaba al final de la primera fila del cementerio: delante de él había prosperado el cementerio musulmán, cerrado con un muro rojizo. Eso le hubiera gustado al padre; era un espacio abierto de tierra y árboles con alguna pequeña lápida escrita en árabe y piedras que señalaban las tumbas. Normalmente, cuando abrían la puerta de hierro, se encontraban que la limpiadora había puesto ya el agua en los jarrones, sólo les quedaba colocar las flores. Después la madre rezaba un responso al que había sido su marido y más tarde rezaba por sus padres, y por todos los demás que descansaban allí. Para terminar, Georgina empezaba a contarle al marido, de viva voz, el resumen de los acontecimientos del año que había acabado, las palabras que usaba eran cariñosas y familiares. Esta forma de actuar de Georgina impresionaba mucho a su hijo, que de pronto recordaba el olor de su padre, su forma de hacerle cosquillas hasta que pensaba que iba a explotar, o sus manos de palmas rojas sobre sus sienes que tanto le calmaban a él, hasta que se dio cuenta de que, realmente, era su padre el que se apaciguaba así. Cuando estaba por concluir la visita, las lágrimas de madre e hijo corrían sin disimulo ante tanta emoción.

Este año era especial: hacía unos pocos meses que Jorge, tras una larga enfermedad y mucho sufrimiento, había perdido a su mujer y la madre insistió en que, ya que estaban allí, deberían ir a ver la sepultura de su nuera, que no habían visitado desde su entierro; Jorge se oponía, porque estaba cayendo la tarde y para eso tenían que ir a otro cementerio que estaba un poco más alejado, perteneciente a un pequeño pueblo absorbido por la ciudad hacía muchos años. La familia de la nuera era oriunda de ese pueblo e insistieron para que se enterrase fuera del panteón familiar del marido. La madre se salió con la suya, compraron un gran ramo de rosas rojas, Jorge decidió añadirle un lazo que decía «No puedo olvidarte amor» y se dirigieron al otro cementerio cercano. La tarde ya estaba entre dos luces y, para cuando alcanzaron su objetivo, el sol se estaba ocultando y el camposanto había sido cerrado. Jorge vio delante de la pared que lo cerraba a una mujer andando, que iba como ellos con unas flores; se acercó con el coche a ella y les informó que había otra puerta a la vuelta de la esquina, al final del muro, que siempre permanecía abierta. Se dirigieron hacia allí siguiendo el rastro de la mujer con el coche, porque Georgina estaba ya muy cansada. Entraron por una pequeña puerta lateral y Jorge intentó orientarse en medio de la oscuridad, que ya prácticamente dominaba todo el espacio. Dirigiéndose a su madre, le aconsejó:

—Madre, espérate aquí, apoyada en esta verja, hasta que yo me aclare: creo que la tumba de mi mujer está allí delante, hacia el fondo por la derecha, pero por si acaso es mejor que tú te quedes aquí esperando hasta que la encuentre y luego te llevo.

—Vale hijo, pero no tardes, que esto está muy oscuro.

Pasaron varios minutos después de que Georgina hubiese dejado de oír las pisadas de su hijo sobre el chinarro alejándose y estaba empezando a intranquilizarse, no veía a nadie, la noche no hacía ningún ruido y sólo podía sentir una profunda soledad en medio de tanta gente que ya no estaba en este mundo, casi como un murmullo dijo:

— ¡Jorge!, cariño ¿dónde estás, me oyes nene? —entonces empezó a subir el tono de su voz— ¡Jorge!, ¿Me estas oyendo?, dime algo, ¡Jorge por Dios! —La voz de Georgina eran gritos ya— ¡Jorge, Jorge!

El hijo, que ya había escuchado a su madre, se encontraba preocupado porque a pesar de que él le respondía, ella no parecía oírle. Por otro lado, Jorge estaba completamente perdido, porque al haber entrado al recinto por un lugar distinto al habitual, sin luz, nervioso, y sabiendo que le esperaba su madre, no podía encontrar el sitio concreto donde estaba enterrada su mujer. A la vez estaba inquieto pensando que su madre podría decidir ir a buscarlo, caerse y romperse la cadera o cualquier otra cosa, siendo como era tan mayor.

Jorge tenía abrazado el gran ramo de rosas y, cuando oyó a su madre gritando como una loca que por favor fuese a por ella, que tenía mucho miedo, tomó una decisión drástica: arrojó el ramo sobre la primera tumba que encontró y se encaminó hacia el lugar de donde procedía la voz de Georgina. Acalló su conciencia mandándole un pensamiento a su mujer, prometiéndole que ya volvería con un ramo enorme y con mucho tiempo para estar con ella. Con cierta dificultad localizó a su madre, y ambos se dirigieron al coche; Georgina le recriminó en el corto trayecto que no hubiese ido a por ella para que hubieran rezado un responso por su nuera. Jorge le explicó la decisión que había tomado de no recogerla, porque debido a las muchas piedras sueltas y promontorios le dio miedo que pudiese caerse con tan poca luz. Georgina le dijo que había tardado muchísimo y que ella estaba desesperada porque apareciese, entonces el hijo mintió piadosamente y le dijo que la causa era que había estado rezando él las oraciones que ella solía hacer.

—Bueno hijo, eso está muy bien —le contestó la madre— Si no te importa, acompáñame que rece yo también por ella aquí en el coche —añadió.

Al día siguiente una mujer se encontró encima de la tumba de su marido el ramo, y pensó: «ya sabía yo que me engañaba con otra€ Y ¡qué caradura la tía! mira que dejar encima de la lápida ese ramo de rosas, ¿y rojas? y con esa frase, te vas a enterar, Alfonso, ¡al año que viene ni te limpio la lápida!».