El sonido del exterior poco a poco agonizaba mientras caía la luz en el horizonte. Dejando vacío incluso al viento. Testigo éste del comienzo del anochecer.

Hasta la espesura de los árboles del bosque guardaban con recelo ese silencio. En un pueblo oscuro, dejado de las manos del creador. Donde daba temor caminar por las calles. En donde auguraban viejas leyendas urbanas sobre mujeres jóvenes a los que se les había arrebatado algo más valioso que sus propias vidas. Y donde algunos las trataban como brujas creyendo aún que cometían pecado.

Pero nada más lejos de ciertas fantasías. Aunque hubo una en especial cuyo trágico final hizo que una de sus habitantes se lanzara en picado a los brazos del mal.

Era un veinticinco de abril de 1960. En las paredes de la antigua casa de la familia Gates se podían sentir los lamentos de Claire, así como el sonido de los latigazos que sus padres dejaban caer sobre su desnudo cuerpo.

La sangre emanaba de este con tanta fuerza que se escuchaba el golpear de las gotas contra el suelo.

Y un momento después de todo aquel sufrimiento, comenzó a escucharse el llanto sin consuelo de un niño.

Pasado ese día, la calma volvía a respirarse en los alrededores del pueblo de Andersen. Hasta que sin venir a cuento alguien que paseaba por entonces cerca del bosque escuchó las oraciones de una mujer a la que jamás le vio el rostro. Y que decían€

«En la piel del maligno, cubiertos por su sangre y con el único propósito de alimentar esta, así y de esa forma tan terrible morirán vuestros hijos, el de todas las mujeres a las que el pecado sucumba en sus vidas. A todas las mancilladoras de almas puras. Y será por condición de conservar su propia vida, el entregar a sus bastardos. Pues sobre la faz de la tierra y a ojos del cielo no existe mayor pecado que el engendrar a un ser partiendo de un lecho pecaminoso. Y así los tome el diablo en su cruz invertida, porque para salvar vuestras almas primero el fuego del infierno tiene que tomar partida. Vuestra agonía será silenciada cuando sus llantos sean lentamente mermados y convertidos en cenizas».

Unos días más tarde, los vecinos del pueblo de Andersen asistieron estupefactos al repentino entierro de Claire Gates. De las que todos creían una chica fuerte y sana, y por suerte, poco arraigada a las creencias religiosas de su madre. Lo que la convertía en una muchacha encantadora con la que poder charlar en cualquier parte.

Los vecinos más cercanos a la familia Gates preguntaron a la madre las causas de fallecimiento de Claire, pero estos, solo sollozaban por la pérdida de su hija.

No satisfechos, a menudo, los curiosos se arremolinaban en las inmediaciones de la casa para insultar al señor y a la señora Gates cada vez que se asomaban por una ventana o se dirigían al garaje para salir de allí protegidos en el interior del coche.

Una mañana, cuando la señora Gates creía que todos habían decidido dejar en paz a su familia, una muchacha joven, Lucy, se le acercó. Aseguraba haberla oído gritar en el interior del bosque.

—¿Era usted quien hace unas semanas rezaba en el bosque, verdad?

La señora Gates no supo que decir. Tan solo continuó caminando dejando de lado las impertinencias de una joven a la que no conocía de nada.

Lucy, no contenta con la reacción de la señora Gates, volvía cada día para realizarle la misma pregunta. Hasta que esta no pudo más y le entregó en mano una nota que supuestamente había dejado su difunta hija antes de morir.

La joven se quedó estupefacta. Estaba delante de una nota de suicidio en la que Claire, amenazaba con entregar su alma a satán, premiándole con su muerte.

La noticia corrió como la pólvora por todo el condado de Andersen y por los alrededores. Nadie daba crédito a lo que estaba sucediendo. Habían conocido a Claire, pero aun así también asumían de qué clase de familia procedía.

En torno a esa noticia se forjaron más de cien leyendas. Y una noche, un veinticinco de abril, diez años más tarde, otra joven que recientemente había dado a luz comenzó a volverse loca, desquiciada, aseguraba oír los lamentos, el llanto de un bebé que al parecer solo ella escuchaba. Los médicos trataron de hacerle entrar en razón, pero muchos sostuvieron que era normal después de haber perdido al niño.

El problema es que pasaba el tiempo y la joven no parecía recuperarse de las heridas.

Con el paso de los años, Lucy, aquella joven convertida en mujer se dio cuenta de que algo no funcionaba bien.

Cada veinticinco de abril moría un niño recién dado a luz.

Y pronto, el cementerio comenzó a plagarse de lápidas con nombres de infantes que tan solo habían estado unos minutos en la tierra. Y sus madres, caídas también en desgracia, habían sido ingresadas en centros de salud mental, debido a las depresiones y los intentos de suicidio.

Aunque todas sobrevivieron.

Dado lo extraño del asunto, muchos comenzaron a llamar a estos fallecimientos de infantes, ´los crímenes de la Santa Muerte´.

Lucy, acudió una noche a los alrededores la antigua casa Gates, cuyo interior nadie moraba desde que el último de sus habitantes falleciera hacía más de cinco años.

El silencio era perturbador. La noche enrarecía aún más el ambiente. La tierra del jardín estaba mojada debido a las lluvias de la última semana. Incluso aún parecían deslizarse por su rostro, lo que parecía la nostalgia de aquel temporal.

De repente comenzó a gritar como si algo o alguien la estuviera persiguiendo. Decidida a escapar, echó a correr y cayó en algo parecido a un foso. Se quedó callada unos instantes, solo podía percibirse la ansiedad en su pecho helado. Apuntó con la linterna y vio unos huesos pequeños y un cráneo, y a su lado un libro, un diario.

Y de nuevo volvió a sentir que algo o alguien la acechaban. Pero dirigía la luz de la linterna y nada había en el exterior, tan solo estaba el sonido de algunos animales nocturnos. Aunque tal era su sufrimiento y desesperación que comenzó lanzando preguntas a la nada.

—Sé que eres la Santa Muerte, de la que todos hablan. Pero yo no soy madre, no tengo hijos. Vete de aquí.

Entonces sintió como la sombra de una mano se dirigía hacia su rostro, el cual cubrió por acto reflejo con sus brazos. Después de unos minutos se hizo la calma, solo que algo había cambiado. El diario que antes estaba junto a ella, ahora estaba sobre su regazo. Como si alguien invisible a la vista tuviera interés en que lo leyera. Y a pesar del miedo, eso hizo.

Con la linterna latiendo en su temblorosa mano, alumbró cada página de aquel desgarrador libro en el que cada palabra se estremecía con el horror con el que cargaba a cuestas la siguiente.

Un diario oscuro en el que la joven Claire Gates detallaba como fue maltratada a diario por sus padres. Como la encerraron en el sótano de casa en el momento que se dieron cuenta de que estaba embarazada. Cómo cada noche, la sangre de sus partes más íntimas se desprendía de ella como huyendo de aquel lugar que ya no era santo, y como su madre la obligaba a alimentarse de ella para sobrevivir. Pero, y aunque parezca mentira, el relato más repugnante y espeluznante de todos vino cuando Lucy leyó como su madre sacó al bebé de sus entrañas para después asesinarlo delante de sus propios ojos.

Al parecer, el maltrato cesó cuando ésta entendió la gravedad de su pecado. Y entonces aseguró que a su muerte la asistirían todos cuya sangre inocente hubiera sido engendrada de los labios del pecado.

Lucy cerró el libro de inmediato, cuando volvió a escuchar la misma voz que oraba aquel día en el bosque.

—Sabes que soy Claire Gates. Hace años acusaste a mi madre de mi muerte. No la produjo, pero sí que me empujó a ese vacío. Desde entonces han pagado mi desgracia todas las jóvenes que como yo, después de sucumbir al pecado, engendramos a nuestros bastardos. Y ahora solo tú puedes acabar con esta maldición. Nunca supe donde mis padres enterraron a mi hijo. Pero si me devuelves sus restos, colocándolos sobre mi tumba, ninguna familia tendrá que pagar más por lo que la mía me hizo a mí.

Cuando la voz desapareció no lo pensó dos veces y cogió aquellos huesos y se encaminó al cementerio antes de que en el cielo entrase el amanecer.

Entró a hurtadillas en el camposanto y depositó los huesos de ese niño sobre la tumba de Claire. Después se marchó y se llevó el diario consigo.

Nunca se supo nada más de aquella voz, pero a partir de aquel día, ningún niño bastardo nacido en veinticinco de abril cesó de respirar.