Viajábamos en camiones. No sobraba el dinero. Éramos jóvenes, quizá demasiado jóvenes. Y el tráiler aparcaba en un polígono a las afueras de Londres, a unos cincuenta kilómetros de Trafalgar Square. Pasabas la noche allí, en la litera de arriba, y cuando empezaban a levantarse las persianas entre los muros de ladrillo rojo (como en un cuadro de Vermeer), cuando parecía que el día empezaba a clarear, entonces te despedías del conductor. Un placer viajar contigo. Mucha suerte, chaval. Un saludo.

Camino al frente, hacia un callejón con salida, de donde llegaba toda la luz que se retorcía después entre los muros cubiertos de herrajes, a un cielo abierto y desconocido. Y una mirada atrás, a quien tienes la certeza de que nunca más volverás a ver. (Y es cierto, un escalofrío te recorre el cuerpo; pero dale, llegados aquí, hay que seguir adelante).

Éramos jóvenes. No teníamos más que quince años. Y con una gran mochila al hombro la prioridad era buscar un techo, un lugar de trabajo. En aquellos tiempos, avanzados los ochenta, España aún no era Europa. Y un chico español de quince años no merecía un contrato, no merecía ni trabajar. Pero trabajaba, y fregaba todas las cazuelas, batía los huevos, y metía la mano por el culo a hileras de pollos para extraer las vísceras. Y no, no tenía contrato. ¿Cómo iba a tener contrato un menor extranjero sin papeles? Pero si trabajas, te decía el chef marroquí del restaurante en cuya cocina ‘aprendías inglés’, si trabajas, tú eres guapo, ‘handsome’, podrás llegar a camarero. Y daba otra calada a su cigarro de hachís. Te echaba el humo. Tú aspirabas. Llegarás lejos, chaval.

Cocinaba bien, es cierto. Comíamos en una gran mesa redonda todos los miembros del equipo de cocina junto a los camareros; éramos cerca de veinte. Él nos premiaba cada día con un menú distinto al de la carta. Y, he de darle la razón, los camareros y las camareras eran ‘handsome’. Demasiado ‘handsome’ para unos chavales a punto de explotar de hormonas. Los de abajo, simplemente, éramos extranjeros. Los que tirábamos con las manos a la basura platos apenas sin tocar, los mismos que por la noche salíamos del restaurante con un aguacate o dos naranjas ocultos en la entrepierna. Ahora que no nos ve el chef, Jofren, que ya va ‘to’ ciego. Y el abrigo bien holgado, no lo aprietes, que así ni se nota. ¿Y tú por qué viniste aquí? Quiero casarme, me dice, vendí mi coche para el viaje, ganaré dinero y volveré a Brasil. Aquí se gana dinero. (Algún día iré a Sao Paulo, Jofren, y veré a tu familia).

Y vaya si se ganaba dinero. Cada semana, llegaba el viernes y en un sobre, sin más papeles, cien libras de las de antes en unos cuantos billetes. Y eso es mucho para un crío, para el benjamín de la cocina. Éramos jóvenes, demasiado jóvenes, por eso se disculpan los errores.

No sé por qué, pero las luces de Londres son rojas. Será por las paradas de los búhos, por el color de los autobuses, de las cabinas. Del mismo modo que Nueva York es amarillo por el ruido de los taxis, Londres es rojo, como las luces del Soho, de aquel Soho en el que nos paseábamos solos, como la luna, unos adolescentes que cumplieron sus dieciséis años en el agosto británico, gris y rojo. Y con la cartera llena de billetes.

Y la noche era un concierto tras otro. Y una banda sonora, New Model Army en cada esquina. Te enchufas un cigarro en la boca y alguien te pone una lumbre en la cara. Aceptas y explicas que eres español. Ella te dice que sabe algo de español: «¿Quiegues haceg amog con mí?». Lleva pendientes en diferentes partes del cuerpo y el pelo rapado a ambos lados de la cabeza. Uno es joven, quizá demasiado.

Pero Londres es rojo. Ni siquiera el metro, ‘underground’, con sus aceros y azules, le resta calor a Londres, como una gota de sangre o la bombilla de un burdel. Tan rojo como la vergüenza, como el orgullo fingido, tan rojo como el uniforme de los soldados que desfilan ante el Buckingham Palace.

Londres es rojo, pero no da calor. El lugar donde nos alojamos lo regenta un italiano. Hay una ducha por planta, aunque en la habitación tenemos cocina y lavabo. Mi manta tiene un gran agujero en el centro por donde cabe una cabeza. Pero a veces parece que quiere dar calor. Y otras veces no. El barrio donde vivo es gris, a veces azulado. Como el metro. A veces es tranquilo. A veces no.

A veces hay huelga en los transportes. Pero ya hemos aprendido a manejarnos cuando el metro para y sabemos subirnos en marcha al autobús de dos pisos agarrando la barra trasera. El trabajo es prioritario. No podemos faltar si queremos sobrevivir. Si queremos vivir. Es el trabajo de un crío que cumplió allí los dieciséis años, con una pinta, con un concierto, con un cumpleaños sin velas.

Londres es un gran fracaso, es el Marquee con las puertas cerradas. Londres es el vacío absoluto, es donde empezó todo. Londres es de color rojo. Y si alguna vez conseguimos algo, está claro, se lo debemos a Londres.

Posdata. Recuerdo perfectamente el día que salimos de Londres. Las mochilas, el camino, el último viaje en metro hasta la Victoria Station. Con unas pocas monedas que pagaron un café. Y nada más. Y esta vez el autobús; un viaje de casi 24 horas. Sin dinero; sin comer ni beber, racionando el poco tabaco de liar en cada parada. Con el walkman que compramos en la gran ciudad (¿te acuerdas del walkman?) y escuchando las palabras de Goytisolo que sonaron en una emisora (¿Eran para Julia o eran para nosotros?). Alguna lágrima y quizás las palmeras, aquellas que nos hicieron altos, que nos llenaron de desarraigo; quizás las palmeras nos hicieron sentir mediterráneos. El mediterráneo es azul, azul y amarillo. Poco a poco, en cada parada, el autobús se iba quedando solo.

Cuando llegamos a Alicante, última estación, éramos unos cuantos. Todos recibidos con abrazos; menos nosotros. Un error, seguro que fue un error (no había móviles entonces), pero la hora no era la acordada. Dio tiempo a pasear hambrientos y con las mochilas ante algunos escaparates de la ciudad. El reflejo de los cristales nos mostraba hombres adultos. Y cuando partimos, no éramos más que unos niños.

Posdata segunda. Y todavía resuena en nuestras cabezas aquella banda sonora. Aquella canción que nos hacía saltar bajo las luces rojas: «Somos viejos, somos jóvenes, pero estamos juntos en esto; vagabundos y niños, prisioneros siempre; con arrebatos furiosos y con ojos llenos de asombro, mientras nos patean por detrás otra vez».