Dos dos fresnos forman flecha de brújula con el objetivo. Como fondo la umbría -en diagonal al sol- de la tupida sierra de Guadarrama. El ojo simetriza con la torre del Medievo castellano, que, orgullosa de su tosquez románica, invita a retrotraernos a un tiempo de abades y mesnadas de pica y adarga. Un sabor de frontera. Siglo XII avanzado. La Historia se está rehaciendo, lenta, segura y cierta. El sol del estío silencia sus vespertinos rayos sobre el poniente de la torre y sobre los delgados tubos de los febles arbolillos enclenques. Acaso, si agudizamos el oído, escuchemos los imperfectos cantos gregorianos de los benedictinos, sitos en el Monasterio de la Sierra, ya entre lomas y coníferas de alto rango. Su grave cadencia sonora conjuga con el silencio canoro de las avecillas, y con el mugido breve y lejano de algún bóvido con cuitas familiares urgentes. Castilla se ensancha, buscando el Tajo, afianzado ya el Duero. Los Alfonsos hacen el nuevo mapa con el flamante milenio de la era que observan. Unos robles, los primeros de la llanura desde cuyos confines contemplamos , menean sus altas ramas, ajenos al cambio histórico. El sol se va tendiendo hacia Portugal, abandonando los sotosalbos segovianos.