Iba a por vino a Wegman´s, caminando por la nevada acera de la avenida Houston del distrito de los museos en Rochester, cuando junto a mí se paró un coche, bajó de él un tipo y entró en una casa. Del auto vacío salía una melodía que nunca antes había escuchado, tan hermosa que detuvo mis pasos junto a él. Me quedé helado hasta que el personaje apresurado volvió con un montón de partituras en las manos. Alguien despidiéndole desde la casa le tomaba una foto mientras montaba en el auto y marchaba llevándose consigo el misterio de aquella música.

Años más tarde, paseando por el Bois de Saint Cloud, en París, durante la primavera, escuché una música, tan hermosa que detuvo mis pasos, me quedé helado, con los ojos cerrados repasando cientos de imágenes de nieve traídas por aquella composición, hasta que junto a mí se paró un coche, bajó de él un tipo, nos miramos y entró en una casa ajardinada. Se asomó a la ventana de la que salía aquella maravilla, nos volvimos a mirar con cierta sensación de déjà vu, y cerró, guardando una vez más consigo el misterio de una obra.

Hace unos meses acudí por invitación de un amigo a la fiesta que ofrecía un joven músico norteamericano afincado en Barcelona. Ya en el vestíbulo se escuchaba el lento caer de la nieve sobre las teclas de un piano; el anfitrión interpretaba algo tan hermoso que me detuvo el abrigo a media espalda, me quedé helado. Con los ojos cerrados repasé cientos de imágenes de frío, bosque y jardines.

Nos presentaron, y él, señalando una foto en la pared contestó, sí, ya nos conocemos.

No le pregunté de qué, ni de cuándo, ni qué obra estaba interpretando, sencillamente asentí, reconocí la foto de aquella avenida nevada de Rochester, y aquel preludio para piano en el que me ví, como si yo le aguardara junto al coche para acompañarle al primer concierto importante de su carrera, una tarde nevada de noviembre.

Escuché toda la velada aquel piano y sonreímos sin cruzar palabra.

Hoy, leyendo Hammerklavier de Yasmina Reza, sé que se trataba del Preludio para piano opus 11, alegretto, nº 2 in A minor, de Alexander Skriabin.

No me preguntes cómo lo sé, el libro no habla de ninguno de ellos.