Inconfundible el estilo de Larios. La taza de café rezuma lorquismo por todos sus brillos y curvas. La redondez del borde, en la taza tienta y tienta a los labios que la miran. Labios que son ojos lujuriosos de resbalamiento y suavidad. Larios fue albañil en Francia. Y un día asomó Picasso por su casa. Y le preguntó por su arte cerámico. El lorquino, nada secretoso, le contó sus manejos, sin aspavientos de ancestral arcano, ni nada. Y se volvió para su Ciudad del Sol, pues cumplido había su tiempo de emigrante. Puso taller, y es una de las glorias regionales que nos identifican.

Esa es mi taza de Larios. La floresta de la taza añade calidades de iris a la suavidad salmón apagado de la masa solidificada y abrillantada pero menos.

Y el tamaño, justo para la mano. Los dedos, envidiosos de los labios, acarician prudentes, yendo y viniendo por las paredes de la taza, y por el asa breve, elemental y amorosa de tacto, que es el mejor amor. Y el brillo del fondo, que es luz que sale del alma de la taza. O tacita. Un brillo que no es reflejo, aunque lo parezca. Es el amor de la cerámica hecho luz.