CLARAAA!!!

Clara levanta la vista con fastidio, porque el grito de su madre la ha devuelto al mundo real, donde no existen las hadas con poderes mágicos y donde su compañera de aventuras es sólo una Barbie anoréxica de pelo encrespado. Junto a ella hay varias pilas de libros.

- Me has gritado y ahora me duelen los oídos. ¿No sabes que me puedo quedar sorda?- se queja la niña.

- Si no quieres que te grite, contesta cuando te hable, que ya tienes seis años- le responde su madre, cansada ya de tanta fantasía. - Y deja esos libros en su sitio. Te he dicho mil veces que los libros son para leer, no para jugar.

Y es que Clarita puede pasarse horas hablando con sus muñecas, con las que viaja a mundos fantásticos que sólo ella conoce y donde crea paisajes que se podrían calificar de literarios, ya que utiliza los libros para dar forma a las ciudades que imagina. Entonces, la niña deja de escuchar porque, sencillamente, deja de interesarle lo que se pueda decir a su alrededor.

«Esta niña no oye bien», advertía el abuelo preocupado; «tiene un problema de atención», decía el tío psicólogo; «yo era así de despistado cuando era pequeño», apuntaba su padre. Pero fue su madre la que descubrió que existían algunas ‘palabras mágicas’ que podían hacerla regresar a la realidad. Cuando, por ejemplo, decía muy flojito ‘chocolate’, a la niña se le iluminaban los ojos y enseguida preguntaba: «¿Hay para mí? ¡Me encanta el chocolate!»

Al final, todos dejaron de buscar explicaciones y tuvieron que aceptar la hipótesis más sencilla: la niña tenía una gran imaginación y sólo prestaba atención a lo que le interesaba. Y, claro, lo que imaginaba era con frecuencia más interesante que lo que pudiera ocurrir a su alrededor.

Pero esta historia de los mumumus, ¡ya era demasiado!

Todo comenzó una noche en la que Clara no tenía demasiado sueño y se propuso sacar de sus casillas a sus padres, algo que por cierto se le daba bastante bien. La primera vez que se levantó de la cama fue porque tenía sed - «mamá, ¿es que no sabes que si no bebemos nos morimos? Lo ha dicho la profe», argumentó-. La segunda, porque le entraron ganas de ir al baño con mucha urgencia; - «me hago pipí, me hago pipi; no me aguanto»-. La tercera, por miedo - «he tenido una pesadilla horrible, ¿tengo yo la culpa?»,-... Y así hasta que su madre, haciendo acopio de los últimos gramos de paciencia que le quedaban, anunció solemne: «¡Se acabó! Mi jornada de mamá ha terminado. Hasta mañana».

Clara pasó entonces a hacer otra cosa que tampoco se le daba nada mal: llorar a todo volumen. Tras un buen rato desgañitándose se dio cuenta de que aquello tampoco daba resultado y se puso a gritar cosas como «¡quiero a mi mamami!» o «¡quiero a mi papapi!» (que era como llamaba cariñosamente a sus padres). Y entonces, ¡ocurrió! Porque aquella fue la noche en la que Clara, a punto de darse por vencida porque nadie le hacía caso, también gritó, seguramente por confusión: «¡Quiero a mi mumumu!»

Ella misma se sorprendió de sus palabras y se quedó en silencio. ¿Qué era un mumumu? Sus padres, que la escuchaban desde el salón, se miraron extrañados y pensaron: ¡qué cosas más raras dice esta niña! Pero lo cierto es que ya no la oyeron llorar más, ni esa noche ni ninguna otra.

Y es que, al parecer, un mumumu fue el único que acudió a la llamada de Clara.

- ¿Quién eres tú?, preguntó la niña.

- Soy un mumumu, mejor dicho, TÚ mumumu.

- ¿Y qué haces aquí?

- Tú me has llamado, ¿no te acuerdas?

- Me he inventado tu nombre como me invento otras muchas cosas. Ni siquiera sabía que existieras.

- Todos los niños tienen un mumumu, aunque no todos nos pueden ver; tampoco nos llaman de la misma forma. He de decirte que me gusta mucho el nombre que tú me has puesto.

- Pues nunca te hubiese imaginado así.

- ¿Menos alto, quizás?

- No.

Más delgado, ¿a lo mejor?

- No, tampoco.

- Pues, entonces, ¿menos peludo?

- ¡Que no!

- Tal vez, ¿más guapo? Pero no creo, porque, modestia aparte, me considero un tipo bastante apuesto; para ser un mumumu, claro.

- Que no, que no, que no lo sé. Además, qué importa. ¿Para qué has venido?

- Para jugar, claro.

- Haberlo dicho antes.

Clara estaba encantada con su mumumu, porque se sabía historias muy chulas. Le gustaba especialmente aquella en la que salía un marinero con una sola pierna, que aunque al principio parecía simpático al final resultaba ser un pirata malísimo. «Quince hombres van en el cofre del muerto, yo-jo-jo, y la botella de ron», cantaba la niña en su habitación. Un día, su madre la escuchó y le preguntó:

-¿Quién te ha enseñado esa canción?

- Mi mumumu.

- Ya, en serio, ¿ha sido en el cole?

- No, ha sido mi mumumu.

- Te he dicho muchas veces que no me gusta que te inventes cosas. Y, ¿qué es un mumumu si se puede saber?

- Es mi amigo, jugamos juntos y, para que lo sepas, él siempre me hace caso.

A Clara también le gustaba mucho cuando el mumumu le hablaba de todas las maravillas que se pueden ver en el mundo y le proponía recorrerlo con él en tan sólo ochenta días.

- ¿Cómo sabes tantas cosas?

- Todas ellas están en lo libros.

- Pero ¿tú te los has leído todos?

- Pues claro, yo soy el mumumu de los libros, vivo en ellos, de ellos vengo y a ellos regreso siempre.

- Leer es un rollo.

- ¡Qué espanto! ¡Vaya niña que me ha tocado! Bueno, bueno, que no cunda el pánico, que para arreglar eso estoy yo aquí. Voy a ayudarte a ser una gran lectora y, quién sabe, puede que algún día seas tú quien escribas tus propias historias y yo pueda vivir en ellas. Sería magnífico, ¿no crees?

Así fue como, para gran satisfacción de su madre, Clara pasó de escuchar las historias contadas por el mumumu a leerlas ella misma en los cuentos. Princesas hechizadas, sirenitas enamoradas, caballeros valientes, hadas madrinas y brujas resabiadas ayudaron a la pequeña a cogerle gusto a la lectura, que terminó convirtiéndose en una cita diaria a la que nunca faltaba.

Pero cuanto más leía la niña, más borroso se hacía su mumumu. Tanto es así, que cuando Clara cumplió los ocho años casi no se acordaba de cómo era su amigo: ¿más alto de lo que se imaginaba?, ¿más delgado de lo que cabía esperar?, ¿demasiado peludo? y, seguramente, ¿menos guapo que lo que él se creía? Nunca lo había sabido muy bien, pero ahora muchos menos. A los diez años, ni siquiera recordaba el nombre con el que había bautizado a su… ¿? Y con doce, prácticamente se le había borrado de la memoria la existencia de aquel personaje con el que hablaba cuando era ‘pequeña’.

Clara se hizo mayor y se convirtió en una chica muy sensata, con gran sentido práctico para todas las cosas de la vida. Era, más o menos, como todos esperaban que fuera, aunque eso resultase bastante aburrido. Lo que no sabían los demás es que en sus ratos libres escribía relatos que nadie más que ella leía. Entonces, dejaba volar su imaginación, se olvidaba del mundo y daba igual que sonara el móvil o que llamaran a la puerta. Porque nada podía ser más interesante que reencontrarse con su viejo amigo.