El pincel de la proa busca el tintero del sol, para acuarelar la mañana, como un lienzo de neblina y misterio. Navega el velero hacia levante, con mar calmada y augurios buenos, amparado en la sosegada ansiedad de hendir las tenues olas sobre la plata extendida del piélago. El mar tiene silencios que sólo los marineros escuchan. Escuchar el mar es arcano que pocos llegan a conocer. El silencio del mar tiene sonidos que son parte del silencio. Los hace la mar, el viento, las gaviotas, las drizas golpeando en el mástil y el oído nuestro, elemental caracola que direcciona el silencio en el laberinto que llega al alma. Surca el velero la mar y el sol eleva su punto de mira, ascendiendo sobre la copa del palo. Avanza la mañana. La acuarela neblinosa va perdiendo magia, pero gana paisaje. El sueño asciende a vigilia sobre la cubierta, llena de cabos y cornamusas viudas que añoran nudo experto que las ame. Cabecea la proa levemente, y la singladura late ya como una moza en sazón que entusiasma. Las proas de las negras naves de los aqueos tenían ojos pintados en las amuras. Miraban el horizonte, para divisar Troya. Los ojos de este velero han estado ya en Troya.