Eran veranos eternos en aquel inmenso imperio, el más grande que ha habido en la tierra. Felipe II fue el monarca más poderoso de su tiempo. Los dominios del Rey Prudente, «en los que no se ponía el sol». Territorios en Europa, África, América y Oceanía; incluso se logró la unidad peninsular al heredar Felipe el trono de Portugal con todas sus colonias, en lo que pudo ser el imperio de los veraneantes.

Fueron los veranos soñados, sol en todo el solar patrio todos los días del año. Lástima que todavía no se hubiera inventado el Seat 600 para descubrir los rincones de tan extensa nación. Ni tan siquiera existía Iberia con su eslogan: «Con Iberia ya habría llegado», el que desesperaba a los conductores camino de las playas, para volar desde Murcia al Caribe o a las Filipinas sin pasaporte. Entonces el turismo no se había inventado, los españoles de esa época preferían guerrear, colonizar, descubrir nuevos territorios; nada que ver con los tiempos actuales, en los que nos tumbamos a la bartola quince o treinta días como mucho y soñamos con el paraíso, mirando al techo, el resto del año.

Antonio Peñarrubia, el periodista televisivo, siempre fue un enamorado del verano. Le gustaría ir trescientos sesenta y cinco días en bermudas, chanclas y Ray-Ban y dar los telediarios con el brillo propio de algún aceite bronceador de coco. En la época de Felipe II, los españoles eran más bien reacios al agua, preferían el yelmo y la coraza, gracias a ello derrotamos al turco en Lepanto y el Mediterráneo volvió a ser una balsa de aceite, que aguardaba el paso del tiempo y la llegada del turismo a nuestras costas, aquellos turistas que comenzaron a llegar en progresivo aluvión desde Europa a finales de los cincuenta del siglo pasado convirtiéndose en motor de la transformación de España y fue vehículo de nuevas corrientes políticas, pensamientos y usos que llegaban de más allá de los Pirineos.

El mentón de Antonio Peñarrubia tiene una gran similitud con los miembros de la casa de Austria, un parecido importante con aquel rey que se enclaustró en el Escorial vestido de negro para gobernar con mano firme un imperio en el que nunca se ponía el sol.