Me matan dentro de tres cuartos de hora y yo con estos pelos. Aunque tampoco creo que los del Anatómico Forense se pongan muy tiquismiquis con esas cosas. No creo que nadie diga «ay, la señora se murió con el tinte sin hacer», pudiendo decir «ay, a la señora le pegaron un balazo en el pecho, qué culpa tendrá una mujer de cien años».

No tengo cien años ni llegaré a cumplirlos, pero es habitual que la gente redondee. Me doy cuenta perfectamente: soy vieja, soy fea, tengo 73 años y aparento el doble. Me llamo Soledad Alegría. Mi nombre es un oxímoron. En poco más de cuarenta minutos, al aprendiz de atracador que va a asaltar el banco del que me dispongo a sacar mi pensión se le va a escapar un tiro y, sin querer, va a pasar de ratero a homicida. Tampoco es que me importe demasiado. Es solamente un tiro, a lo mejor ni duele. Valdrá la pena si con eso salvo la vida de mi hijo.

Esto de saber lo que va a pasar en el futuro tampoco se crean que es un don. Podría serlo, dirían ustedes. Quiero decir, yo ahora mismo podría salir del banco perfectamente, a patita, que aún me sirvo muy bien de estas dos, ni bastón ni leches, que una tiene una edad, pero salgo a andar todas las tardes. Podría salir del banco y adiós muy buenas, incluso podría avisar a las personas que hacen cola delante de mí y pedirles que saliesen también. Podría pulsar la alarma anti incendios, si la encuentro. Cuando llegasen los bomberos y la Policía, quedaría todo en la travesura de una pobre vieja que no debe de tener muy bien la cabeza. Pero no voy a hacer nada de eso. Tampoco es un mal día para morirse. Y, sobre todo, es más práctico. Si me mata hoy a mí, aunque lo vaya a hacer sin querer, este muchacho no atracará más bancos en una temporada, porque la pasará a la sombra. Si no me mata, seguramente se escapará sin problemas en la moto que va a dejar en la puerta y quién sabe si el día de mañana, en el nuevo asalto que perpetre, pilla en medio a mi hijo. Y eso sí que no. Que una es madre por encima de todo, aunque lleve casi cinco décadas sin ver al ser que más quiero encima de la tierra.

No me acuerdo de cuántos años tiene que tener ahora mi hijo, porque para mí siempre tendrá cuatro. Cuatro tiene en las únicas dos fotos que tengo en casa, una de la fiesta de disfraces, otra de la función de fin de curso. De Supermán, de pirata. Decía Jose que yo estaba loca por guardar esas cosas. Decía Jose...

Me gusta decir «decía Jose» porque durante mucho tiempo cogí la costumbre de empezar todas las frases con un «dice Jose». Como si en realidad no hablase yo, como si me limitase a reproducir lo que opinaba él. Tampoco lo veía entonces algo malo, no nos vamos a engañar. Lo vi luego, y a veces no termino de verlo.

Que Jose nunca me puso una mano encima, bien lo sabe Dios. Aunque tampoco le hizo falta ninguna para tenerme a su merced. Que la culpa la tengo yo, ojo. Que la que eligió consagrarse a él, como una vestal moderna, fui yo y solo yo. Vale que me costó el trato con mi hermana, la cátedra en la Universidad, sí, y qué. Yo por aquel entonces pensaba que amar mucho estaba bien. Que amar mucho todo lo podía. Aunque el amado estuviese gritándote que tú no eres nada.

La primera vez que Jose me dijo que yo no era nada yo ya lo sabía que me lo iba a decir, por esto de ver las cosas del futuro que me pasa de vez en cuando. Lo sabia igual que sé que en más o menos media hora me van a matar. Y aun así, le dejé que me lo dijera. No me fui entonces de su casa, que oficialmente era la mía, porque para mí era mejor que me dijese que no era nada a que no me dijese, no sé si me explico. Por aquel entonces yo aún no había dejado la facultad y seguía siendo, a todos los efectos, doña Soledad. Una mujer culta, primera de su promoción, única fémina en el departamento de Literatura Sudamericana, Premio Gabriel García Márquez de Novela, miembro de honor de la Academia de María Zambrano por las Letras Universales. Todo atrezzo. Yo en casa, en las reuniones con los pocos amigos que nos quedaban, no era más que la Sole. El caso es que me gustaba ser la Sole. Lo que pasaba es que a Jose un día dejaron de gustarle las cosas que a mí me gustaban, o dejó de fingir que le gustaban. Yo creo que fue lo segundo. Dejó de gustarle que diese clases en la facultad, dejó de gustarle que pusiera canciones de Rocío Jurado en casa, dejó de gustarle que tuviera un hijo y que quisiera a mi hijo más que a él. Entonces me dijo otra vez que yo no era nadie y que estaba loca, y después, encima de todo, me mató.

Cuando Jose me mató, mi hermana fue a su casa, que oficialmente dejó de ser la mía, y rescató mi ropa, el cepillo de dientes y algunos libros que no he vuelto a ver. Tiempo después, la casa de mi hermana pasó a ser oficialmente mi casa. Eso lo sé porque me lo contó, porque, en realidad, no me acuerdo. Sólo me acuerdo que un día todas las cucarachas del mundo se instalaron en la que yo creía que era mi casa, que en realidad no era la casa de nadie, sino un bajo abandonado de titularidad municipal, eso también me enteré después, y mi hermana tuvo que salvarme, porque algunas cucarachas se me habían metido también dentro y eso no lo podía consentir. Supongo que por aquello de la sangre de lo que hablan las novelas solemnes.

­- No es la carne ni la sangre, sino el corazón.

Esa cita no es de mi hermana, aunque la pronunciase mi hermana. Es de Friedrich von Schiller y sale en todas las agendas con citas del mundo.

Yo ya sabía que mi hermana me la iba a decir, como sabía que Jose iba a terminar matándome. No sé cómo alguien puede creer de verdad que esto es un don, si sufres las cosas dos veces: al visualizarlas primero y al vivirlas después.

El nombre de mi hermana no es un oxímoron, pero es peor: es una rima consonante. Ella se llama María Alegría. O se llamaba, porque no sé si se habrá muerto. Saber las cosas que van a pasar no incluye intuir las que ya han pasado en un tiempo y espacio distinto al tuyo. Es una pena no tener ese don. Si lo tuviera, podría ver qué está haciendo mi hijo. Y es lo único que me dedicaría a ver, lo juro.

Me oxigenó que María me recordase esa frase, cuando yo seguía muerta, y seguramente ahí ella me salvó un poco, porque me hizo acordarme de mi hijo. Del dibujo de patitos aquel, en un día que me senté a su lado. Del babi del cole. De los bucles dorados de su cabeza. No me gusta acordarme de más, porque enseguida me tengo que acordar de que no es un día que me senté a su lado, sino el único día que me senté a su lado. El único día que el padre de mi hijo, que ha sido un buen hombre, que no ha sido como Jose, me permitió que entrase en el colegio. Y sé que estaba guapa, porque ya sabía desde el día siguiente que me lo iba a permitir. Entonces yo tenía veinte años y un vestido rosa precioso que no lavé más, porque ese día mi hijo le estampó la punta de un rotulador verde. Es el regalo más grande que me ha hecho. Dice Jose (decía Jose) que también estaba loca por conservar ese vestido, y era verdad que estaba loca, pero no loca por querer a mi hijo, sino loca por confiárselo todo a un hombre que no me quería.

- Si te puedes enamorar de él, te puedes enamorar hasta de un cerdo.

Eso me lo escupió mi hermana el día que dejé la facultad porque Jose dijo que tenía que dejar la facultad y aprender a ser una buena esposa. Esa frase exacta soltó, buena esposa. Menos mal que no añadió la coletilla de ´buena madre´. Entonces le habría matado yo a él.

No es bueno que lo veas más, Soledad. Llegamos a un trato. Piensa en lo mejor para él. Le haría daño saber la verdad. Se sentiría un objeto. Hiciste lo que hiciste por su bien. El tuyo fue un acto de generosidad, un acto de amor. Te prometo que te haré llegar una foto. Sé que lo comprendes. Sé que no me fallarás. También sabía que todo esto me lo iba a decir el padre de mi hijo el día que le dejé que se quedase con mi hijo a cambio de fingir que no era mi hijo. Y es curioso, porque él en realidad tampoco era el padre de mi hijo, tan solo el hombre con más dinero del pueblo, con tanto dinero como para comprar el hijo de la Sole, que aún no era la Sole, porque la Sole, que soy yo, lo que tenía eran 17 años y el bombo de un feriante que nunca supo cómo se llamaba, que se lo hizo en la orilla del río, como en las poesías y las canciones, y que se fue del pueblo sin saber que era el padre de mi hijo. Ni la carne ni la sangre tiran una mierda. Sí, puedo decir mierda, queda fatal en una señora culta, una señora que se convirtió en doña Soledad porque pudo estudiar con el dinero que le dieron por su hijo, aunque de qué me sirvió crearme, si Jose me hizo pedazos y a mí me faltó hacerle palmas mientras me mataba.

Me hago más vieja cuando me acuerdo de que mi hijo, oficialmente, no es mi hijo. Que no lo van a avisar a él desde el Anatómico Forense por si quiere reclamar mi cadáver. Que mi cuerpo, previsiblemente, irá a parar a la fosa común o se quedará abandonado dentro de un cubículo de metal. Como si acaso me importara, oigan, dónde dejan esta mortaja. Me matan dentro de cinco minutos, me matan porque a mí me da la gana, y con mi sacrificio he salvado la vida de mi hijo. A ver quién es el guapo que, en el tiempo que me queda, me convence de lo contrario.